CAPITULO 7

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MATILDA

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MATILDA

La unión de las cadenas que sostienen el columpio en el que estoy sentada contra el hierro que las sostiene, rechinan pese al suave movimiento de mis pies empujados por la punta de mis zapatos negros contra el piso arenoso.

Columpios mandados hacer por nuestro padre.

Uno para mí y otro para mi hermana cuando llegamos por primera vez a casa.

Y donde ahora el otro vacío y a mi lado, solo se balancea apenas por la brisa nocturna.

Mis manos rodeando las cadenas se amoldan a la forma de cada eslabón por mis dedos al apretarlos con más fuerza para sostener mi peso en el momento que hecho mi cabeza como cuerpo hacia atrás, para poder ver pese a las grandes ramas de los tupidos, altos y frondosos árboles que me rodean y que se interponen algo a mi visión de 180 grados con sus ramas altas, de mi vista al cielo nocturno. 

Uno libre de estrellas por cubrirlo completamente gruesas como pesadas nubes en su azul y gris noche, por la posible amenaza de una próxima lluvia.

Y que, pese al frío.

Desearía que cada gota cayera de forma fina y lenta.

Para que cada una de ellas con su humedad y al tacto con mi rostro mojando.

Y por más que empapen las prendas negras que llevo puesta.

Me laven, aunque no llevo nada de maquillaje.

Me limpien, aunque no esté sucia.

Me despejen, aunque no esté dormida.

Y me purifiquen, aunque no esté contaminada.

Solo, para que cada gota cayendo sobre mí, sentirlas y que me llene de todo ese sosiego que necesito.

- Cariño, si no entras, enfermarás. - La suave y anciana voz propia de su edad avanzada de mi madre, suena a mi lado.

- Oma... – La nombro como le digo de siempre, mientras palmeo el columpio vacío a mi lado para que tome asiento junto a mí.

Y sobre una caricia a mi mejilla con ternura con una de sus manos toma asiento, entrelazando más su grueso y largo saco de lana oscuro sobre su pecho para contrarrestar la fría noche.

Manos sobre sus siempre ojos color celeste que me miran, lleno de amor maternal.

Que siempre cocinaron para mi hermana y para mí.

Peinaron nuestras largas trenzas cada mañana para ir al colegio.

Que nos abrazaron sobre palabras bonitas en nuestras noches, si mi hermana o yo sufríamos de alguna pesadilla ocasional, mientras dormíamos.

Y las que nos entrelazaron con mucho amor y felicidad, cuando una mañana en el juzgado de menores, la persona a cargo de nosotras.

Mi hermana con cinco años y yo, con solo dos.

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