LXI.

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Y entonces sentí como mi ser se quebraba en pedazos,
ya era demasiado tarde
ya lo había perdido todo,
te había perdido para siempre.

Tú rostro se veía tan tranquilo, tan ligero, tan tú;
como si ya hubieras ganado la batalla,
pero tú ya no estabas ahí
te habías ido y no me diste el honor de acompañarte,
hubiera sido eso mejor.

Y yo deseaba haber estado en tu lugar,
las lágrimas corrían por mis mejillas,
el suelo estaba color carmesí;
las aves y el cielo lloraban tu partida
pero a nadie le dolía más que a mí,
las manos aún me temblaban. 

El filoso cuchillo aún se posaba sobre tu mano
se mantenía ahí intimidante,
reclamándome que no llegue cuando lo necesitabas,
y me respondió con tu sangre.

Como un dolor agudo cruzo por mi pecho,
insaciable no se quiso ir
maldito momento en el que llegó;
Cirene apenas entraba por la puerta
la tuve que sostener para que no callera al suelo,
so rostro tan pálido como el frío,
como el que se sentía en ese momento.

Y quise tenerte de vuelta una y mil veces
y gritaba tu nombre,
pero ya no podías escucharme,
éramos Lara y Melia
las que nunca se separaban, las que todos miraban,
las que muchos odiaban,
pero éramos nosotras y solo eso importaba.

Solo fuimos,
un instante fue lo que se sintió
una hermosa sonrisa bajo el sol de la mañana,
la tuya siempre,
unos simples abrazos que lo cambiaban todo,
unos cuantos de todo.

Tenía un bolígrafo en la mano
y un libro en la otra
cuando te conocí Lara
tan solo teníamos dieciséis,
jamás olvidaré ese día;
me cambió la vida,
como el incidente más sublime que pudo florecer; y yo,
no sabía lo que me esperaba.

Lara.  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora