Era una noche como nunca había visto, la luz de la luna llena reinaba sobre la escalofriante oscuridad; caminaba hacia los establos de la estancia de mi familia. La soledad nunca me asusto, desde pequeño caminaba solo en la estancia, y de a momentos lograba que mi cabellera se camuflara con la oscuridad absoluta de la noche. Ese día había sido agotador, las idas y vueltas a la ciudad me dificultaron poder pensar, ¿Por qué me habían citado esa noche los condes del Martínez? Buscaba opciones, urgencias o chantajes que podrían haber pensado para invitarme esa noche, lo primero fue pensar porqué a mí y no a mi hermano mayor, Erik; si habrían de buscar ultrajar la fortuna o las tierras de nuestra familia lo citarían a él, aunque tal vez el no querría ir a Tarento porque su estancia estaba muy lejos de la ciudad, en el viejo hogar de mí abuelo, ‘’El viejo Ombú’’, la cual era de unos cinco mil metros y tenía hermosos bosques de pinos y robles, los pastizales parecían verde esmeralda por el gran cuidado que se le habían dado por décadas y ,a mi gusto, las mejores rosas con todos los aromas y colores. De pequeños con Erik y Andreu jugábamos a hacer túneles en los rosales y escondernos de nuestros padres cuando rompíamos algún jarrón espiritual de la abuela o rajábamos algún tapizado antiguo. Pocos meses antes de mi primera visita al lugar después de diez años de la muerte de mi abuela, Erik, su esposa Tatiana y sus cinco hijos, Jack, Jerry, Peter, Susan y La pequeña Margaret se mudaron allí, con la intención de tener una vida lejos de la guerra y la codicia de Burgentank. Aún recuerdo la imagen de Tatiana y los niños cabalgando por los bosques de pinos mientras Erik y yo practicábamos la caza con pequeños matorrales. Los ombúes nos servían como lecho para siestas, interminables para los niños, pero placidas para nosotros. Nunca dude de la belleza de ese lugar, que tanto habían cuidado nuestros antepasados desde hace más de cinco mil lunas.
Todas esas dudas y recuerdos se repetían en mi cabeza, desde que salí de la puerta con vidrio decorado, hasta que monté a Flaquito. Luego, mi mente se concentró en recordar el camino que me indico el mensajero de los Condes. Ese hombre no me miro con amabilidad, en sus ojos marrones no se reflejaba eso, sino un profundo resentimiento hacia mí; miraba sin cesar a los costados con curiosidad, como preguntándose de donde podría robar algo; a el lenguaje cordial ya me había acostumbrado, pero no a que me espíen mi propiedad, además su sonrisa enemiga me persiguió todo el día, sospechaba que me estaba engañando, pero su uniforme azul y su prolijo tocado me convencieron de dejarlo hablar, sus graves palabras quedaron selladas en mi mente: ‘’En la panadería de Monratt daréis unos cien pies, encontrareis una puerta verde de mármol tallada con pequeños leones en ella, entrad y preguntad por Los Leones Franceses’’.
Me encamine a la ciudad, todo parecía normal, los pequeños puestos cerrando, las mujeres acercándose con sus mejores galas ofreciendo hospedaje, los mercaderes premiando con pan o castigando con látigo a sus criados según lo que habían vendido. En un momento, cuando pase cerca de una tienda en la cual siempre una niña de unos diecisiete años, vende jarrones de barro, no la vi como siempre; su mirada de alegría se convirtió en terror infinito cuando vio acercarse a su amo, que al ver el último jarrón en el estante, desenrollaba el látigo. Stephanie era una niña alegre y sufrida, sus padres la vendieron como esclava a un sultán de Arabia que pasaba por allí y necesitaba criados; en las idas y vueltas, la niña de diecisiete años termino en manos del mayor mercader de Tarento, que la tenía trabajando en la tienda de jarrones, ya que su simpatía y su belleza sobresaltaban en el negocio. O aunque sea, eso se rumoreaba por el pueblo.
Mirándola como temblaba por el sufrimiento que se le estaba por venir, me miro y me sonrió como todos los días, tratando de disimular el temor que contenía su cuerpo; cabalgué hacia el puesto y con la última parte de mi bolsa de monedas le compre el jarrón, y la acompañe a comprarse un pedazo de pan para pasar la fría noche. Con una mirada de ilusión me miro, le recordé que no tendría castigo esta noche y ella respondió: