Eins

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Primera Parte

EINS

   Como cada mañana que se despierta, había despertado ésa vez.

   Como he despertado hoy, excepto que esta vez es para contar una historia.  

   Nada nuevo, nada raro. Había decidido yo acompañar a Lola, mi mejor buena amiga, a las oficinas de su padre en la comisaría estadal. Espantada me encontraba, pues, ante una larga fila de drogadictos, prostitutas y malhechores esperando su juicio. Casi podía escuchar el resonar de un martillo contra la madera gruesa; fácil era escucharlo. Para mí. Para mí, que no recibía castigo alguno que sirviese de obstáculo para mi buen vivir.

   Lola, de voz dulce y reconfortante, me guió. Quizás ha de notar muy fácilmente mi nerviosidad. Más me vale describirla desde ahora: De cabellos largos, oscuros y perfectamente rizados, ojos café, tez morena y cejas pobladas. Gran belleza poseía, en mi opinión.

   —¿Esperarás aquí? —preguntó con la misma voz tierna y madura.

   Negué con la cabeza.

   En cierto modo me sentía fascinada, ya fuese por un terreno nuevo o por la clase de personas que nunca antes había visto con mis propios ojos, pero que mi inmensa curiosidad siempre había querido presenciar. Con las manos enlazadas detrás de la espalda, seguí a Lola con una inevitable sonrisa. Un borrachín contando chistes me saludaba. Gente popular.

   En el vidrio distorsionado de la oficina del Jefe, el padre de Lola, pude vislumbrar mi figura. En ésos días vestía yo según mi propia idea de estilo. Por lo que te imaginarás, querido amigo o amiga, que para nada encajaba yo con lo que en verdad era el estilo. O tener estilo, de cualquier manera. Una de mis incansables faldas plisadas, una negra, que vestía por encima de la cintura —como era bastante frágil por ésos días, lo mejor que podía hacer era acoger mi figura y vivir con ello—, un suéter de lana color turquesa que enfundaba por dentro de la falda y unos zapatos que nunca me atreví a dejar, por más que mi madre protestase, de punta fina, como zapatos de bolos, absolutamente lustrados, blancos y de bordes rojos. Como si le dieras vida a un personaje de Dr. Seuss y lo colocases en tus pies. Muchas veces tenía que volver a amarrar los cordones blancos, por lo que al final del día terminaba metiéndolos dentro del zapato. Oh, por supuesto, tales zapatos de encanto bizarro no se podían quedar sin unas buenas compañeras: Un par de medias blancas, gruesas y dobladas sobre sí mismas hacia abajo. A veces me pregunto qué pasaba exactamente por mi cabeza.

   Mi compañera abrió la puerta del despacho y dentro se encontraba una gran figura concentrada en los papeles de su escritorio. Alzó la mirada por encima de sus gafas.

   —¡Lorelei, querida mía!

   Lola se avergonzó y se giró hacia mí. Tuve que contener la carcajada que trepaba por mi estómago.

   —Padre… —dijo, como pidiendo piedad.

   Él la miró de lado.

   —Pasen, por favor —nos indicó con una voz gruesa, pero con una expresión que desentonaba: su rostro era amable y resplandecía bondad.

   Obedecimos y él se levantó. Había olvidado lo alto y fortachón que es, con una espalda tan cuadrada. Me tomó ambas manos con gran delicadeza.

   —La pequeña Joyce, es un placer verte otra vez —me dijo con una gran sonrisa.

   —Harry, has crecido —respondí. Risoteó.

   —También tú; oh, vaya, Lola, dime si ésta chiquilla no ha crecido. Joyce, eres tan alta que te debe doler la cabeza todo el tiempo.

   —¡Muy gracioso! —protesté.

Some Velvet MorningDonde viven las historias. Descúbrelo ahora