布 (t e l a) --- 自宅 (h o g a r)

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(t e l a)

Hasta entonces, Yuriko pocos conocimientos poseía sobre su sobrino, Hajime. Sin embargo, aquello no era impedimento para aguardar su llegada con ansias y decoro, pues los escasos rumores soplados a su oído eran todos de una esplendorosa reputación. Hajime, según sus memorias de cuando aquel era solo un niño, siempre se distinguió por su alma alegre, amable y creativa. A pesar de que en ocasiones sus conductas no podían calificarse como las más adecuadas, atribuía aquello a su período infantil. De hecho, desde que su hermana había fallecido no veía al que entonces debía ser un muchacho de dieciocho años. Cuando aquella tarde albaricoque leyó su sorpresiva carta, bastaron las primeras líneas para percatarse de la tristeza inequívoca, presente en la tinta. Imaginaba los ojos mansos, un fantasma paliducho que pronto erraría por los pasillos de la casa, imitando el andar de su bella hermana. Tan solo con pensarlo sus instintos maternales se precipitaban, pues su hijo Shun poseía más o menos la misma edad.

Shun, de hecho, era un joven bastante solitario, por lo que la llegada de Hajime podía resultar grata para ambos. Por otra parte, llamaban también su atención las habilidades artesanales del sobrino, quien a pesar de su corta edad, se posicionaba como uno de los mejores sastres de la región. Le habían dicho: Hará fina poesía si se le encierra con tijeras, hilos y agujas. Su trabajo flechaba a todo aquel que buscaba diseños conservadores y cómodos, pero de elegante belleza. Constantemente se dedicaba a calzar con pétalos, dragones y grullas a mujeres de todas las edades; pero si acaso su cliente resultaba ser varón, creaba también piezas únicas que florecían de entre todas sus telas y materiales. Y la paga, por supuesto, resultaba en ocasiones más generosa de lo estipulado, por lo que padre e hijo juntos habían gozado de una formidable posición económica.

Trabajaba desde la seda hasta el algodón, y si el color o diseño que le solicitaban no se hallaba en un rincón de toda su exuberante colección, bien empeñado era capaz de buscar la tela por todo Japón, Asia o incluso crearlo con sus propias manos. Se trataba de un joven apasionado y perseverante, de auténtico talento innato; de esas rarísimas ocasiones en que un hombre encuentra lo que ama y puede dedicarse a ello en cuerpo y alma. Al parecer, algunas de sus manías eran bien conocidas por quienes solicitaban sus servicios. Hajime solía bendecir los trabajos, entregarlos a tiempo y hasta despedirse de ellos en silencio. Él sostenía, ya entrado en confianza que, con cada kimono, ya fuera un uchikake, irotomesode, o incluso un sencillo yukata, dejaba ir una parte de su espíritu con él.

El muchacho vivía en un feliz amasiato con sus hilos, pero, por supuesto, una hebra por más dorada y brillante que luzca, incluso si es de oro, no puede sustituir a una mano en el hombro. Yuriko no dudó ni un instante en acogerle. Además de compartir la sangre, no podía simplemente dejar semejante talento como un barco a la deriva, pues a ese paso bien podría hundirse. Entonces, con la mano en el corazón, corrió a recibirle en cuanto escuchó sonar la campanita y reconoció a la entrada los ojos de su hermana en un rostro masculino.


自宅 (h o g a r)

De pie ante la fachada, el espíritu de Hajime se estremeció debido al tibio viento de la nostalgia. Aquellos lares los recorría cuando muchos de sus dientes todavía eran de leche. La carpa desgastada que lo cubría del sol, el letrero color verde musgo con caligrafía dorada, las lámparas en la parte frontal y aquel aroma a humedad que en todo momento emanaba del local, continuaban allí a pesar del tiempo. Por breves instantes, el muchacho se tambaleó tras comprender la situación en que se encontraba. Después de yacer un mes en duelo, aislado de cualquier contacto humano más allá de lo vitalmente necesario, reincorporarse y compartir su espacio desde una posición subordinada le causaba conflicto a pesar de que sabía era ineludible y necesario; un mandato de su padre, después de todo.

En realidad, por su parte, Hajime tampoco poseía muchas nociones respecto a los Arimura. Solo había escuchado uno que otro relato de su padre. Sabía que él compartía con Yuriko cartas ocasionales en las que la mujer siempre se comportaba de manera impecablemente servicial y amorosa. Sabía también que la cabeza del hogar era un viajero comerciante que con frecuencia se hallaba más en el extranjero que en casa. Respecto al hijo, prefería no pensar mucho... sabía que se trataba de muchacho malcriado, berrinchudo, aunque más allá de eso era un misterio.

Resignado, inhalando el aire caliente de su entorno, hizo sonar la campana de la tienda. El hombre que lo acompañaba arrastrando en una carreta más telas que verdaderas pertenencias, miraba con curiosidad la escena. Casi al instante, una mujer de cabellos negros recogidos, indumentaria azul y arrugas al borde de los ojos se hizo presente de manera cálida.

—Oh, buenos días. Tú has de ser Hajime, ¿verdad?

—Sí... mucho gusto. —El muchacho saludó con una venía.

—¡El gusto es mío! Ay, pareciera que somos extraños ¿no es así? Ven, pasa, pasa, sé bienvenido. —Yuriko pronunció esto con entusiasmo cortés practicado ya diez veces ante el espejo.

—Agradezco profundamente el que usted haya decidido acogerme en su hogar. Prometo no ser una carga. Con permiso.

—Oh, ¡nada de disculpas! Por eso somos familia, en realidad es un honor para nosotros tenerte aquí.

Debido a que la casa se encontraba en un callejón estrecho y muy transitado, pronto los transeúntes se quejaron ante el estorbo del equipaje a medio camino. Ambos, tía y sobrino, tuvieron que apresurarse entre sonrisas tímidas, movimientos torpes y palabras incómodas a tomar todo aquello que Hajime cargaba consigo. También recibieron uno que otro reclamo por parte de la chusma que pasaba por allí con cargamentos igual o más pesados. Después de brindarle las monedas al cargador, el callejón quedó despejado y el muchacho, inevitablemente, dentro de aquel nuevo hogar que solo podía observar como ajeno.

—Vamos, déjame ayudarte.

Debido a esa insistencia y premura cargada de nerviosismo bien característica de la señora Arimura, Hajime no pudo detenerse a contemplar con claridad los artículos colocados en la tienda. La mayoría eran atuendos, ornamentos y artículos religiosos o ceremoniales. También notaba pergaminos y uno que otro libro. Entre confundido por los rostros grotescos de las máscaras que lo observaban, y la voz chillona de la mujer que revoloteaba por aquí y por allá, avanzó llevando consigo una pesada caja de madera, mientras ella acarreaba apenas un maletín. Hubiera deseado mirar con mayor detenimiento algunas indumentarias allí expuestas, pero tampoco le angustiaba tanto... después de todo, comenzaría a verlas a diario. Hajime, ya descalzo, siguió la figura pequeña que avanzaba a pasos cortos ante él por un pasillo estrecho de duela. El crujir bajo los pies le fascinaba. Cuando ella se hubo detenido, barrió una puerta a la derecha e hizo pasar al joven a una habitación bastante espaciosa. Él, curioso, no tardó en asomarse.

—Esta es tu alcoba. ¿Qué te parece? —La sonrisa nerviosa y maternal brilló delicada como una flor.

Por las ventanas de papel se colaba una amable luz matinal. Desde arriba sonreía una persiana enrollada. Adelante, un gran espejo que procuraría cubrir de noche por temor a los espectros, y un florero con brotes amarillos en él. De lado, un bonito armario de madera fina reposaba muy honrado, y abarcando casi todo el espacio, un tatami se extendía con amabilidad. Era sencillo, sí, pero para Hajime representó un magnífico e idóneo taller más que una habitación.

Después de largas noches disfrazadas de días en las que el joven no experimentaba ni el menor viso de felicidad, una débil sonrisa pretendió dibujarse en sus labios. Una parte de él yacía tranquila, con apoyo y techo seguros.

—Es maravillosa —dijo—. Me encanta.


Artista: Haruyo Morita

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Artista: Haruyo Morita

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