口づけ (b e s o)

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口づけ (be s o)

Entonces el invierno, animal escamoso, lanzó su primer suspiro al despertar. Ninguno de los dos, víctima o victimario, pensaba en la finitud de sus penumbras. La espera se convirtió en su todo; en el dolor, en el placer. Incluso si lo anhelaban, en el fondo se habían resignado a entender la luz, el reconocimiento crudo, como un ente lejano e inaccesible. Habiéndose cegado con el filo de sus uñas largas, el resplandor de aquella noche fungió como un augurio secreto; el murmullo de un prado escarlata que habría de florecer en su majestuosidad más severa. Aquella noche sería recordada por el sastre enamorado con la misma calidez que una novia guarda en el pecho la noche anterior a su boda. Oscura, íntima, propia de un anhelo similar a la perversión; un deseo que se incrusta en la inocencia para transformarla irremediablemente en una mariposa de alas negras. Entonces existió en su recuerdo el mismo aire mítico... maléfico, sublime.

En medio de las sombras, a media noche, Arimura Shun sintió las manos sagradas que tanto anhelaba deslizar la tela por su hombro. El tercer asalto, cálido e inevitable, se posó en su boca después de lo que reconocía como una eternidad. Sin embargo, el constante martirio sobre su piel, la nariz y los pulmones, acostumbraron al cuerpo juvenil a yacer en un estado de ardor permanente tan propio, que no impedía ya sus arranques vigorosos. Fue así como la curiosidad que desde el principio se sabía amputada, sin esperanzas, lo despertó en cuanto sintió la lengua caliente recorrer su cuello. Abrió sus ojos ciegos, calculó los movimientos del depredador que, incluso si portaba enredada la piel lánguida de una serpiente, parecía desconocer la naturaleza bífida de su presa.

Tras un arranque de vitalidad animal, Shun se enderezó y tomó desprevenido al que pretendía atarle las manos. Lo asió con violencia de las muñecas. «Te tengo», masculló, y enterró sus uñas con intenciones de herir la piel de quien forcejeaba horrorizado. Escuchó la respiración agitada, palpó la delicadeza de un cuerpo que pretendía huir con desesperación mientras retrocedía y pataleaba sobre el tatami. Aquello le producía un regodeo maravilloso, cruel. Invertidos los papeles, hincada la falsa víctima sobre el otro, buscó sus labios penumbrosos hasta hallarlos con los suyos. Creyó oír el quejido ahogado de una boca reticente, sentir una nuez que subía y bajaba en el cuello ajeno. Sí. Obligó al ave negra a devolverle el beso que se tornaba abusivo, baboso. Shun pensó en medio de la agitación que si al final la criatura escurridiza conseguía escapar gracias a la agilidad de su silueta larga y delgada, al menos debía marcarlo.

Aquella mordida en el labio inferior, suave y dulce como ninguno, pudo proceder de un impulso caníbal o acaso vampírico. Enterró sus colmillos en la piel del otro como si desease arrancarla y engullirla. Un quejido masculino, involuntario, quebró con su carmín el silencio jadeante. En cuestión de segundos, el falso demonio logró soltarse del agarre gracias a los movimientos convulsos de los que era víctima su esqueleto exasperado; golpeó y arañó a su agresor con toda la violencia que le permitían sus dedos agarrotados de terror. Consiguió liberarse incluso si sentía su carne crujir en el desgarramiento. Shun cayó de bruces sobre él, y tiró de su traje pretendiendo desnudarlo mientras la sombra se arrastraba dejando un camino de sangre sobre la madera.

—¿Quién eres? —murmuró el de fiereza imperante, procurando sostener la cintura escurridiza—. Si lo confiesas, te dejaré ir ¡lo juro!

Mas las patadas insistentes del jovencito lastimaron lo suficiente al otro como para hacerlo flaquear y dejarlo tendido en el suelo despeinado, semidesnudo, adolorido del vientre, con el sabor del hierro persistente en la boca. Abyecto, al fin. Antes de que lograse recuperarse, escuchó golpes de manos, rodillas y talones veloces sobre la duela. La brisa helada besó su pecho agitado, inevitablemente. La puerta al jardín yacía abierta, y los pies de la criatura desfilaban descalzos, erráticos, en la lejanía. Shun se enderezó, víctima de una frustración dolorosa. Inhaló. Exhaló. Se ayudó con los dedos a lamer la sangre restante en su barbilla y anduvo afuera, en busca del rastro ajeno por medio del tacto. Sin embargo, aquella noche era la más negra, la más nebulosa que había contemplado a lo largo del turbulento año. El vacío parecía absoluto, como si todos los muertos hubiesen decidido suspirar.

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