沈黙 (s i l e n c i o)Cuando la presencia masculina de mayor jerarquía yacía sentada a la mesa, sin explicación aparente y como si de un asunto místico se tratara, se generaba un ambiente armonioso y de abundancia. Hajime, con sus ojos de ave curiosa, contemplaba el comportamiento colectivo desde una esquina apacible, con risas discretas y comentarios que volaban cual grullas de papel por el espacio sagrado del comedor. Si le hubiesen preguntado, respondería que el mayor contraste radicaba en Yuriko-san, quien de momento parecía florecer cuando su marido llegaba de improviso y con pies ligeros se deslizaba como lo hace la primavera tras un invierno seco. La sonrisa que entre semana parecía ajada, de pronto rejuvenecía y brillaba bañada con el tono rosáceo más amable de su gama. Shun extendía sus plumas y, pavorreal manso y competitivo, ayudaba con las labores masculinas de los negocios en un libro de proporciones respetables al que Hajime solo aspiraba a observar de lejos.
Afuera, el verano agonizante emergía entre las hojas.
El muchacho advenedizo tomaba la forma de un peón subordinado más, por poco femenino, y se sentaba en silencio con sus hilos mientras la familia retornaba a su funcionalidad absoluta. En momentos así, de incómoda felicidad propia que bien pareciera ajena, la figura del padre acudía a las memorias. Y la sangre. Y el carrito de madera.
Hajime, con su sombrero puesto y dispuesto a dejar la mente fluir, salía a deambular con pies vacilantes por las calles mientras los ojos curiosos se posaban en él. Extraño, apuesto, misterioso; una figura enigmática en el camino. Entonces, casi por casualidad, arribaba al templo más cercano donde yacía la urna amada. Reverenciando y orando, el joven de finas vestiduras mantenía la vista en la campana sosegada que con sus figuras labradas invitaba a la meditación. La nariz rozando los dedos. La mirada indiscreta de un niño. Caído el crepúsculo, retornaba por el puente de duela crujiente y rojos barandales, con los últimos rayos de sol colándose a través de las hojas naranjas de los árboles. Y su silueta azul marina peregrinaba en solitaria y sosegada melancolía, deteniéndose quizá a observar las carpas koi del río, finos pañuelos de seda que pintaban un rastro de mil dibujos tras de sí.
Y los días continuaban ante sus pestañas.
Hajime comenzaba a aprender los nombres y artilugios solicitados por los clientes frecuentes. A veces era visitado también por Yi Feng, quien pareciera ya su amigo de las discusiones vanas, y bebían té entre miradas de intriga. En rara ocasión almorzaban juntos.
El sastre, como para mantener el temple, se desvelaba con dos quinqués encendidos sentado a su mesa y concluía con éxito su labor al tiempo que Shun madrugaba debido al insomnio. Entonces se encontraban por casualidad en el alba y reían, apenas distinguiendo sus labios entre sombras. Siluetas tras el papel. Conversaban en silencio. Sí, en el silencio de la hora muerta, con las miradas. El más joven recordaba cual espina en el corazón aquel abrazo íntimo e impropio nunca repetido. No, la gente a su alrededor rara vez se atrevía a rozar al otro. Observaba la suave piel ajena, aspiraba el aroma proveniente de la seda, y besaba con la mente los cabellos despeinados que en conjunto con la risa traviesa formaban el ensueño. Claro, entre el sueño y la vigilia no existe la depravación. Caricias ligeras. Una taza compartida que propicia el beso indirecto. Callaba. Tras una triste y suave despedida se refugiaba en los edredones y, entre sueños, una voz femenina se colaba.
A la mañana siguiente, todo le parecía muy extraño... pero restaba importancia. No permitiría perturbación alguna en su vida floreciente.
Aunque una ligera sospecha se deslizara por la intranquila nuca de Hajime, prefería ignorarla. La mujer ajena de la madrugada bien podía ser producto de su imaginación anhelante, célibe; o proveniente de una morada cercana, mas no necesariamente la suya; no de la puerta propia, aunque la campana repiqueteara. No... no. Y el nuevo día llegaba. La ausencia. La presencia. Las hojas que caen, el barandal, la campana, el aroma de la seda mezclado con un té verde; el día, la noche. Una espiral de ojos rasgados, susurros, dolencias corporales y morales. Vendas. Sangre. Oh, el lirio rojo.
Y fue cuando las lluvias comenzaron a arreciar en el ocaso, que el aniversario de Shun yacía al borde del calendario, y Hajime se propuso brindarle un obsequio realizado por sus propias manos. Debía ser un traje único en su existencia que adornara delicadamente la divina silueta ajena. Sí, un traje diseñado con nadie más que el príncipe dorado en mente. Con aquella imagen danzando en el torpe corazón, y atorado en una rutina de motivos rojos, una idea traicionera cruzó su cabeza. Un acto impropio, atrevido, que al más mínimo fallo podría ocasionar un enredo capaz de quebrar la frágil estabilidad de la casa...
Aguardaría la ausencia de su primo para invadir con muy tiernas intenciones el espacio íntimo; el umbral a lo desconocido.
Artista: Takeji Asano
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Manjusaka
General FictionLos últimos recuerdos que Yamada Hajime conserva de su padre se encuentran teñidos de sangre y agonía. De acuerdo a su consejo, para evitar una muerte por melancolía, el joven emprende la búsqueda de unos ojos similares a los suyos en el pueblo nata...