桜 (c e r e z o)
Fue una mañana de abril, en el retoñar de la primavera, cuando cedieron la tienda a las manos femeninas para sincronizar por fin sus pasos y encaminarlos hacia el templo. Recibieron la bendición correspondiente, seguida del tintineo de la vieja campanilla en la puerta; el último deseo invernal estaba siendo concedido. La primera silueta, bella y serena como la luna, contempló con fascinación las calles cual si regresase a su hogar después de una década en alta mar. La segunda, como un tímido sol a sus espaldas, brindó su mano al príncipe sangrante, y veló su bienestar cumpliendo sus deberes de fiel sirviente. Cuando una ráfaga de viento les acarició, Shun se volvió a contraluz con una risa cálida; Hajime, sosteniendo sus largos cabellos alborotados, respondió con la inocencia renacida en sus labios.
Anduvieron juntos por las calles, despacio, tomados del brazo con amabilidad. Ambos contemplaron con melancolía los colores de una cometa enredada entre las ramas de un árbol; Hajime, curioso, la rozó en vano con las yemas de sus dedos ante la mirada añorante de su primo. Después, se detuvieron en un puesto callejero y eligieron los dulces más esponjosos para compartirlos en el camino; se pararon ante un gato para jugar con él y admirar su belleza, tal como a los peces de la laguna, tal como los cerezos en flor que dirigían al templo. Aquella mañana, a principios de abril, Arimura Shun y Yamada Hajime vivieron en unión momentos propios de una pareja convencional; jóvenes, genuinos, radiantes. Las siluetas, inmersas en su forma única de pureza, fueron admiradas por el pueblo receloso.
Tras las reverencias en silencio, la súplica por la buena fortuna, y las monedas otorgadas, caminaron a los alrededores entre las flores que teñían el cielo, el asfalto, de un rosa pálido. Hajime contemplaba los pétalos descender por los hombros, y después la cintura delicada del amado. Veía su cuello largo y refinado, los cabellos cobrizos bajo el sol que una noche antes habían cortado juntos. Hajime supo una vez más, en repetitiva epifanía, que le pertenecía. Lo supo en su corazón, en la realidad del ensueño.
Cuando Shun, resfriado y de cuerpo débil, halló difícil respirar, se sentaron a reposar en una banca teñida de rojo bajo la sombra del cerezo. Incluso los rayos del sol resplandecían en los tonos más dulces, a través de los pétalos. Para Hajime también dolía y agotaba, ardía intensamente en el pecho; sin embargo, estaba tan feliz, tan feliz...
—¿Qué sucede? —inquirió Shun con la curiosidad de un felino, colocando las hebras negras tras la delicada oreja.
—Nada —Hajime esbozó una sonrisa débil—, es solo mi eterno resfriado. Es solo...
—Conmigo no tienes por qué mentir. —Aquella voz honda, demandante, parecía el llamado de una quimera.
—¡Shun! —El jovencito, sin poderlo evitar, y siendo incapaz de mirarle a los ojos a causa de un pudor incauto, enterró sus uñas en la tela que cubría sus muslos—. Incluso si soy indigno, incluso si he caído de la gracia de Dios por todos los males cometidos, por los pecados que manchan mis manos... desearía que este trozo de nirvana durase por siempre. ¿Podrás disculpar a este enfermo de melancolía? —Y sonrió apenas, con los ojos empañados de tristeza.
La voz armoniosa replicó sin vacilar, entre el sonido de las cigarras.
—Yo también lo deseo.
Hajime, sorprendido, se volvió hacia Shun. El otro lo contemplaba con fijeza, atesorando en su pecho un sentimiento similar a la pasión; los cabellos mecidos con suavidad en el viento, ambas manos apoyadas en el rojo, tan cercano, tan dispuesto.
—¿Sabes? —dijo el más joven de los Arimura, apoyando su brazo sobre el respaldo de la banca, y sobre el brazo su mejilla. Con los cabellos en el rostro, y sus labios suaves como la miel, ¿cómo contener el impulso de la veneración?— Cuando salimos pensé que mi ánimo habría de mejorar. De hecho, hacía tiempo que no recorría con mis pies una distancia tan larga y... hacerlo, de alguna forma, me alegra un poco —suspiró, desviando su mirada—. Fui confinado a mi alcoba desde aquel mediodía negro, tan presente incluso si el tiempo ha continuado su curso. Puedo narrarte todo a ti, ¿verdad, Hajime? —Encogiéndose de hombros, inquieto, contuvo la necesidad de tocar las manos ajenas—. Es gracioso, pero a pesar del dolor, incluso si no puedo confesarlo ante mi madre, lo recuerdo como un sueño —guardó silencio, después continuó—. El tacto del viento, la beldad imperante en la naturaleza, todo parece insuficiente cuando procuro llenar este nuevo vacío en mi interior. Ahora mismo me siento triste, Hajime; alienado, solitario, insatisfecho... quizás me encuentro negando algo sin que yo mismo me percate de ello o, peor aún, me atreva a confesarlo.
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Manjusaka
General FictionLos últimos recuerdos que Yamada Hajime conserva de su padre se encuentran teñidos de sangre y agonía. De acuerdo a su consejo, para evitar una muerte por melancolía, el joven emprende la búsqueda de unos ojos similares a los suyos en el pueblo nata...