1. Gracias, profesora.

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La tenía. La tenía tal como la quería. La tenía a pesar de que en su dedo anular se encontraba una argolla, a pesar de que su hija fuera una compañera de curso, a pesar de que tuviera veinticinco años más que él. Tenía a su profesora de Transformaciones retorciéndose entre sus brazos de placer, gimiéndole al oído, alborotando su cabello en aquellas sábanas negras, repletas de sudor, mientras la recorría con las manos con descarada obscenidad.

Sonrió.

Todo lo que el maldito de su padre había deseado, ahora él lo tenía. Se lo había arrebatado, y por Salazar y las cuatro casas que su venganza se sentía bien.

Después de un esfuerzo increíble, que le costó más de medio año y darse el trabajo de ser más cauteloso con sus conquistas, había logrado arrastrarla hasta su cama, y tenerla a su merced, prácticamente ronroneando bajo su cuerpo.

¿Qué vendría después?

Cuando él lo supiera, quizás lo desheredaría, quizás le mandaría un imperdonable, o quizás se derrumbaría frente a sus ojos, ahogándose en un irremediable sufrimiento. Rogaba que fuese la última opción, así sabría el malnacido lo que sintió cada vez que vio a su madre sumergirse en la depresión por su frialdad, o llorando en las esquinas sólo para tratar de atraer su atención.

No era estúpido, sabía que sus padres no se amaban, o al menos, él no la quería. Su matrimonio había sido un arreglo premeditado por asuntos financieros y de sangre, que los ataron de por vida en una relación desastrosa que lo engendró como fruto. Un fruto podrido, debía aclarar. Pero él desde pequeño notó que su madre hacía un tremendo esfuerzo por tratar de que las cosas funcionaran para los tres, sin embargo, él, su padre, jamás puso de su parte. Parecía un fantasma flotando por la casa, y los ignoraba abiertamente. Al parecer, no eran lo suficientemente importantes.

Hace exactamente siete meses fue el funeral de su madre. Murió a los cuarenta años, y el joven estaba seguro que la causa de su muerte no había sido precisamente el tumor que tenía en la cabeza. No. Ella había muerto de tristeza.

-Scorpius -jadeó la mujer con los ojos cerrados-. No... no podemos...

Él sonrió de medio lado, y con una voz seductora, respondió.

-Ya es un poco tarde para arrepentirse, profesora Granger. Nuestro delito está en plena consumación.

La escuchó quejarse, pero nada hizo para apartarlo, sin saber que la mente de su amante estaba muy lejos de ahí, recordando como todo había comenzado.

Siempre quiso saber qué era lo que le impedía ser feliz a su padre, y por ende, a toda su familia. Siempre, desde que tenía conciencia, quiso conocer el motivo por el cual su rostro parecía de piedra, y a penas demostraba emoción por sus ojos. Siempre. Y ahora, la razón de todo eso, estaba gritando su nombre cegada por la excitación.

La primera vez que sospechó la razón de su infelicidad fue cuando entró a Hogwarts, cuando por casualidad se encontraron con las familias Potter - Weasley en el andén 9 3/4. Aún podía recordar como su padre había mirado con intensidad a la mujer de cabellos castaños, con tanto sentimiento reprimido que jamás había visto en sus ojos, una expresión que jamás olvidaría, y se quedaría grabada en su memoria.

Pero quiso descartarlo. ¿Esa mujer? No tenía la mitad de la belleza ni la elegancia de su madre, y para más remate, al incorporarse al cuerpo docente del colegio como profesora de transformaciones, cuando él cursaba ya quinto año, supo que era una sangre sucia. ¿Qué podría ver su padre en una mujer tan ordinaria como ella? Nada. Absolutamente nada. O quiso convencerse de ello.

Ahora, en séptimo año, a un paso de la adultez, había perdido a su madre, y en su permiso especial para el funeral, había perdido los estribos con su padre. Lo había derribado de un golpe en plena nariz, y luego se había infiltrado a su despacho para destruirlo a patadas. Necesitaba desquitarse con algo, pero jamás pensó que se toparía con eso...

VendettaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora