17. Asuntos pendientes

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La semana de suspensión en casa de su madre se había transformado en un compás de espera monótono y tedioso. Durante el día, Lorenzo pasaba encerrado en la pieza que le habían preparado, leyendo, mirando el techo, pero más que nada, pensando en las dos causas de su encierro.

En la mañana se devanaba los sesos tratando de descifrar cómo arreglar las cosas con Scorpius pues si bien, era un degenerado hijo de puta, lo sentía más familia que a su propia sangre, casi como un hermano. Sin embargo, en las tardes sus pensamientos vagaban hasta encontrarse con Rose Granger-Weasley, y la imagen de ella bailándole seductoramente momentos antes del fatídico -pero delicioso- beso.

No fue sino hasta que lo reconoció frente a su amigo que se dio cuenta que esa pelirroja había triunfado en algo que ninguna otra mujer pudo alcanzar.

Que él como cazador terminara siendo el cazado, encaprichándose más de la cuenta.

Suspiró. Era viernes por la noche, su último día allí, y ya mañana podría retornar al castillo a arreglar sus asuntos pendientes. Bajó a cenar en silencio como el resto de los días y una vez satisfecho, volvió a subir a su habitación, sin cruzar palabra con su madre ni menos con el sujeto que ahora exhibía como su marido. No obstante, al rato decidió ir por una copa de vino a modo de celebración por haber sobrevivido a aquella semana, pero antes de terminar de bajar la escalera, escuchó al Ministro susurrar.

–Cariño, no te angusties.

Lorenzo se asomó con sigilo para no develar su presencia, y observó cómo Alexander Bleu pasaba sus dedos por la cabellera de su madre de forma comprensiva.

–Es fácil decirlo –la oyó mascullar frustrada.

Notó como él dejaba caer el brazo para colocarlo encima de la mesa y enlazaba su mano al dorso de la de ella, apretándola para hacerle ver que estaba ahí para apoyarla.

–No es tu culpa. Nunca lo fue. Ya cambiarán las cosas.

–¡Ja! Tu optimismo me causa ternura –refutó agria.

–Ven.

Alexander Bleu se levantó de su asiento y la llevó consigo, sacándose brevemente la varita que llevaba en el bolsillo de su chaqueta para encender el tocadiscos. Una música alegre llena de ritmos sincopados se extendió por cada esquina, mientras él se movía con entusiasmo, agitando los brazos de su señora como si fuese un títere.

–¿Por me estás haciendo bailar? –inquirió confundida.

–Porque te gusta y te sube el ánimo –le contestó el hombre, guiñándole el ojo–. Vamos, déjate ir. Yo sé que quieres.

Pansy rodó los ojos reprimiendo una sonrisa y al quinto compás ya estaba tan alegre como su cónyuge, bailando los dos como críos en el salón. Lorenzo sintió que se le estrujaba el estómago con la imagen. Nunca había visto así de feliz a su madre, no registraba en ningún recuerdo ese rostro dichoso que ahora se le presentaba como un recordatorio del suplicio que vivió con su padre, y sintió culpabilidad, una horrorosa culpabilidad.

Se sentó en el escalón a mirarlos danzar como si no existiera nadie más en el mundo, y se preguntó si también podría encontrar a alguien que sacara lo mejor de él, como parecía extraer ese sujeto de su progenitora.

–¿Sabes? –la escuchó hablar con la voz entrecortada–. Tenía miedo de que las cosas fueran a cambiar entre nosotros cuando asumiste el cargo de Ministro. Pensé que ya no tendrías tiempo para mí.

–¡Qué tontería! –replicó él–. ¿Para qué me iba a casar contigo sino para estar juntos?

Ahora fue Pansy la que extrajo la varita para cambiar el ritmo y colocar un lento, acomodándose en el hombro de Alexander mientras ambos se deslizaban suavemente al vaivén de las notas.

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