[IX]

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Jean intentó darse la media vuelta, pero sus músculos estaban atrofiados y se sentía tan cansado que se veía incapaz de moverse. Cerró los ojos, dormitando durante no sabe si minutos u horas, simplemente para recordar o, al menos, no intentar olvidar aquellos cabellos rubios y brillantes como el oro y ojos oscuros como el mar.

Había perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaba encerrado en aquella prisión de Arras. Durante las primeras semanas había llevado la cuenta, pero, al final, la oscuridad y la frialdad de la sala habían terminado por consumir cualquier esperanza de salir de aquella triste habitación con vida. No era una mala persona. No era ni siquiera un espía alemán. Pero suponía que, cuando se estaba en guerra, aquello no importaba. Marco crecería, se haría un hombre, y Armin le olvidaría. Así era cómo funcionaba.

Abrió los ojos de nuevo, dando un pequeño sobresalto. Sintió un escalofrío y se acurrucó en el duro colchón que le habían proporcionado y que ocupaba la mayor parte del cubículo. Gruñó, pues sintió ganas de orinar, pero se sentía tan exhausto a pesar de las horas de sueño que no quería ni ponerse en pie. ¿Para qué, si tenía en cuenta que el aseo era una de las esquinas de su oscura celda? Al principio, el olor le había provocado arcadas, tantas que la poca comida que le daban había terminado por no permanecer dentro de su estómago. Sin embargo, el tiempo hace cosas horribles con los humanos y ya ni siquiera podía notar el pestilente aroma impregnado en su propia ropa.

Terminó por incorporarse en la cama, quedándose sentado en el borde de la misma. Juntó sus manos y agachó la cabeza, pasándose después una mano por su cabello castaño alborotado y algo más largo que de costumbre. Decidió permanecer en silencio, inmóvil, pues era como si todo a su alrededor se hubiera desvanecido. Otro escalofrío, esta vez más fuerte que el anterior, le recorrió la espina dorsal y entonces supo que no había nada de normal en aquel silencio que se había instalado en la prisión. Pudo notar, agudizando el oído, cierto murmullo que se aproximaba a lo lejos y, de repente, una estridente sirena le perforó los tímpanos. En vez de moverse o reaccionar por el pánico, Jean permaneció impasible ante lo que ese sonido significaba, pues, por primera vez en su vida, estaba dispuesto a morir. Ya no esperaba nada.

Sin embargo, la escueta puerta de madera gruesa de la celda en la que le tenían se abrió de par en par. La luz le cegó momentáneamente, por lo que se cubrió con una de sus manos. Los gritos invadieron rápidamente el cubículo y, a duras penas, se puso en pie.

–¡Guardias!

–¡Evacuamos!

–¿¡Qué está pasando!? –preguntó un preso asomándose por el hueco de la escalera.

–¡Evacuamos!

Jean no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Una a una, los guardias de la prisión iban liberando a los presos. Habría reído a carcajadas al sentir la libertad tras meses encerrado, pero, cuando salió al patio de la prisión después de conseguir que sus adormiladas piernas respondieran, le hizo ver que lo que había fuera no era mucho mejor que lo que había experimentado dentro.

Junto a otros presos, Jean corrió en distintas direcciones. En unos pocos minutos, llegó hasta la ciudad de Arras, los aviones alemanes sobrevolando amenazadoramente sobre sus cabezas. El caos se había instaurado por completo entre los ciudadanos, que corrían buscando refugio donde fuera.

La primera bomba cayó en el campanario de la iglesia. Jean no miró hacia atrás, consciente de que, si lo hacía, solo vería la destrucción que iba dejando atrás. Se metió bajo los soportales de la plaza y, al igual que en otras ciudades de Alemania, encontró unas puertas metálicas en el suelo, túneles que se crearon durante la Primera Guerra Mundial y que, en esos momentos, podían ser su vía de escape. Se deslizó por ellas, escuchando cómo un caza alemán caía en picado para, después, disparar sin discreción a las pocas personas que corrían buscando refugio en aquellos soportales.

Respiraciones [Jearmin. 1940 AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora