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Se puso de puntillas para llegar a los extremos de la pizarra. ¿Por qué demonios tenía siempre que rellenarla tanto cuando explicaba las cosas? El impoluto verde de su superficie se convertía en un mar de palabrería y pequeños bocetos creados con afán ilustrativo y que terminaban por llegar a sus alumnos más que las palabras.

Armin se giró para ver, con asombro, que el pequeño Marco seguía sentado sobre su pupitre. El niño había guardado los materiales en su mochila, pero permanecía sentado sobre su pupitre, con las manos en la mesa y su mirada fijada sobre la vieja y pasada madera. Armin decidió acercarse lentamente a él y, con delicadeza, posó su mano sobre el brazo del pequeño, haciendo que inmediatamente su atención se fijara sobre él. Armin tragó saliva, asustado por el vacío y el abismo que reflejaban los ojos de aquel crío de seis años, pero luchó por mostrar la mejor y más encantadora de sus sonrisas.

—Ya se han ido todos, Marco —el niño le miró, su rostro imperturbable. Armin comprendió que eso ya lo sabía—. ¿Por qué no vas a jugar con el resto?

—No creo que me dejen —respondió con la boca pequeña.

—No digas eso —Armin sonrió de nuevo para reconfortar al niño—. Tienes que abrirte a los demás, Marco. Estoy convencido de que, si se lo pides con una sonrisa, te dejarán jugar.

—¿Y si yo no quiero jugar con ellos?

—¿Ni siquiera con Pauline?

Los ojos de Marco se abrieron de par y Armin tuvo que contener una carcajada. Era maestro y, además, le encantaban los niños. Había decidido dedicarse a la enseñanza porque deseaba poder ayudar a otros a encontrar su propio camino. Para eso se dedicaba a observar a sus alumnos, a hablar con ellos y a intentar comprenderlos. Así era como se había dado cuenta de que Marco solía mostrarse mucho más afable con la pequeña Pauline, una niña dulce y encantadora de blanquecina piel y cabello dorado.

—Pauline seguramente te estará esperando fuera —insistió Armin.

Aquello pareció que hizo reaccionar al niño. Marco se puso en pie, tomó su mochila del suelo y salió corriendo por la puerta, no sin antes desear a su profesor que pasara una buena tarde. Armin puso los brazos en jarras y negó con la cabeza, aquella sonrisa impertérrita en su rostro. Quién pudiera volver atrás unos años y seguir disfrutando de esa inocencia.

Se giró para observar el reloj que había colgado de la pared y se sorprendió al ver que, como ya iba siendo habitual, iba a llegar tarde a casa de Eren. Como costumbre, cada dos tardes se reunían junto a Connie y Sasha para divertirse, hablar de cualquier tema y rememorar tiempos mejores, tiempos en los que Mikasa seguía estando con ellos. Porque, por mucho que Eren no lo dijera en voz alta, Armin sabía que echaba tanto como él de menos a la chica. De vez en cuando recibían cartas que todos leían juntos. Y Sasha lloraba porque la extrañaba. Y luego Armin se unía. Y Connie decía lo increíble que era Mikasa. Y Eren permanecía en silencio, mascando sus palabras y un enfado que todavía rumiaba.

—¿Por qué cada vez que me decido venir a buscarte a la escuela te encuentro siempre en la misma postura?

Armin dio un pequeño sobresalto al escuchar una voz masculina a su espalda. Giró su rostro para mirar por entre sus piernas mientras se agachaba para terminar de guardar sus cosas en su bolsa de piel marrón. Jean Kirschtein estaba apoyado bajo el quicio de la puerta de la clase, cruzado de brazos y sonriendo de forma socarrona. Armin rodó los ojos, intentando permanecer ajeno a la simplicidad del chico.

—He visto a Marco jugando en la plaza con Pauline y otros niños —añadió Jean en un tono más serio mientras Armin se incorporaba—. Gracias.

Respiraciones [Jearmin. 1940 AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora