Armin se desplazaba en la bici de un lado al otro de la estrecha carretera. Movía la cabeza al mismo ritmo, al compás de una melodía inexistente que simplemente retumbaba su cabeza, cubriendo el murmullo del cántico de los pájaros que se revolucionaban ante su presencia. Su camisa amarilla, con pequeños pájaros de color marrón estampados en la tela, se movía por la velocidad de cada pedalada. Su melena rubia, agitada por la brisa, volaba hacia atrás, haciéndole cosquillas en el cuello y despertando en él una tímida sonrisa que solo reservaba en aquellos momentos en los que, a pesar de sentirse solo, se sentía extrañamente bien consigo mismo.
Aquella misma madrugada, Erwin le había pedido que volviera a adelantarse en el camino. Tras una noche de sueños y viejas fotografías que se repetían en su mente, Armin se sentía nuevo, refrescado, como el rocío de la mañana. Era como si no hubiera guerra. No había dolor. No había miedo. Y tampoco había incertidumbre.
No obstante, en su mente no dejaba de repetirse un nombre. El de Jean. Y, aunque en cierto modo se sentía estúpido, era un estúpido enamorado que al montarse en la vieja bicicleta de su madre se sentía carente de preocupaciones y temores. Elevó la cabeza al cielo, azul y vacío de nubes, y se preguntó si Jean estaría bien. Sonrió. Algo le decía que sí, que estaba vivo y que, seguramente, querría encontrarles. A él y a Marco.
De repente, Armin sintió que estuvo a punto de perder el control de la bici. Apretó inmediatamente los frenos y plantó su pie derecho en el suelo, consciente de la suerte que había tenido. Iba tan distraído que no se había fijado en que había una ¿pieza metálica? en el camino.
Lentamente, Armin pasó su pierna izquierda por encima de la bicicleta para bajarse de ella. Poco a poco, su cuello se movió raquítico hacia la derecha, temeroso ante lo que podría encontrar al frente. Sus manos, temblorosas, perdieron la fuerza y la bici cayó al suelo con un sonido seco al dar contra el cemento. A unos metros de distancia había dos viejos coches al borde de la calzada.
Las piernas de Armin se movieron lentamente, solas. Se relamió los labios, repentinamente secos ante la visión que se extendía frente a él. Mantas, maletas y otros objetos personales estaban esparcidos por los alrededores. Se sobresaltó al pisar trozos de los cristales que, en otra ocasión, habían formado parte de las ventanillas y las lunas de aquellos coches. Y adquiriendo todo el valor que le fue posible, continuó caminando, no necesitando asomarse siquiera para ver con exactitud qué había en el interior de los vehículos.
Armin se llevó ambas manos a la boca, sintiendo un nudo en su garganta. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Trastabilló hacia atrás y cayó sobre su trasero. Ignorando el dolor por el golpe y las palmas de sus manos ligeramente raspadas por haberlas apoyado en el asfalto, giró su cabeza para vomitar lo poco que había tomado de desayuno a un lado.
Se quedó sentado por unos instantes, agachado, incapaz de apartar sus ojos de la tierra del camino sin asfaltar. Su respiración, aún agitada, había comenzado a relajarse. Les estaba dando la espalda, pero los rostros de los cadáveres que acababa de descubrir seguían presentándose una y otra vez ante sus ojos. Aquel bebé dentro de uno de los vehículos, la mujer con medio cuerpo fuera del coche y la otra media dentro, el hombre cuyo cuerpo había caído inerte sobre el volante, el joven que había intentado huir, pero había terminado siendo acribillado a balazos por la espalda, la muchacha con las ropas rasgadas y un hilo de sangre deslizándose entre sus blancos muslos. Y niños. Tres. Uno en un coche y otros dos a un lado del camino.
Haciendo uso del poco coraje que creía que tenía, Armin se puso en pie. Tambaleándose, levantó su bicicleta del suelo y pedaleó. Por unos instantes, creyó que perdería el equilibrio y su cuerpo golpearía contra el suelo. No obstante, negó con la cabeza, despejando sus pensamientos y se obligó a sí mismo a mover los pedales con fuerza, a obligar a sus piernas a hacer un esfuerzo más para llegar cuanto antes hasta su pueblo.
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Respiraciones [Jearmin. 1940 AU]
FanfictionLa suave brisa vespertina. El olor a tierra mojada. El aroma del chocolate recién hecho, humeante. La textura de aquellas nubes blancas de algodón que se mecían sobre sus cabezas. El susurro de las bombas. La sangre que manchaba las cunetas. Roja. I...