[XVIII]

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La oscura noche había caído ya. Pequeñas luces iluminaban un puente de madera que los alemanes habían hecho suyo. A través de él, pedían la documentación de todos aquellos que deseaban cruzarlo y se aseguraban de que ningún soldado ni traidor indeseable pudiera escapar de ellos. En los alrededores, otros patrullaban con perros que saltaban al menor movimiento desconocido.

Erwin se detuvo ante la orden del soldado alemán. Un hombre rubio, de traje impecable, se acercó con paso firme a ellos.

–¿Porr qué querrán ir hacia el norrte? No nos encontrramos más que a gente que quierre huirr al surr.

–Nosotros queremos volver a nuestro pueblo, Lebucquière. Soy el alcalde.

–Ah –el hombre le miró de arriba abajo, enarcando ambas cejas con curiosidad–. Deme sus papeles.

Erwin le entregó su documentación. El soldado alemán la tomó y se acercó hasta un lateral, donde en una mesa reposaba un teléfono. Llamó e intercambió con alguien unas palabras en alemán. No fue una conversación muy extensa y, tras colgar, el soldado le devolvió los papeles.

–Adelante.

Erwin asintió a modo de saludo al hombre, quien se apartó para dejarlos pasar. Al atravesar el puente, se fueron cruzando con otros grupos de gente como ellos, que ahora huían hacia el sur. Los miraban con ojos atónitos, sin poder creerse que atrevieran a pisar suelo alemán. Y, entonces, fue cuando Erwin lo vio. Primero reconoció las pecas del niño que lo acompañaba y, después, aquel soldado alemán posó sus ojos sobre los suyos. Jean Kirschtein y Erwin Smith intercambiaron miradas y, tan pronto como eso sucedió, ambos la apartaron. El rubio mantuvo la calma porque, conociéndole, expondría al resto, pero también estaba convencido de que Armin se marcharía de su lado una vez viera al castaño.

Armin en enseguida la sintió. Aquella misma conexión, aquel mismo hormigueo que cuando lo vio por primera vez, sentado en el despacho de Erwin mostrándole aquella sonrisa picarona. Levantó la vista del suelo y sus ojos cansados lo encontraron en seguida entre la multitud. Marco y Jean lo vieron, pero, antes de que el niño pudiera detenerse, Jean tiró de él y lo obligó a seguir caminando. No es que no deseara pararse, porque lo único que quería era estrechar a Armin entre sus brazos, pero no podía arriesgar las vidas de ninguno de ellos por un impulso.

Armin, en cambio, sí se detuvo. Sentía que el mundo se ralentizaba a su alrededor, que las caras de los demás se volvían borrosas y que solo las figuras de Jean y Marco permanecían inmunes a aquel extraño fenómeno. Miró al frente, buscando una señal, algo, que le dijera cómo debía proceder, qué era lo que debía hacer. Y, entonces, vio a Hanji asomada a través del carro. La mujer le sonrió en la distancia y le dijo adiós con la mano. Erwin caminaba por delante, sin atreverse a mirar atrás. Porque no deseaba ver a Armin partir. No estaba preparado para ello.

Armin giró sobre sus talones y aceleró el paso, ignorando las miradas de incredulidad del resto de sus vecinos. Sentía su respiración entrecortada, los latidos de su corazón en las sienes. Pronto los alcanzó y, sin decir nada, sin ni siquiera mirarles, se colocó al lado del pequeño Marco. El niño le miró de reojo y sonrió, tomando rápidamente la mano de Armin y estrechándola con fuerza. Se inclinó un poco hacia su izquierda y apoyó su mejilla en el brazo del rubio, aspirando el escaso olor a naftalina que todavía quedaba en su ropa.

–Halt! (¡Alto!) –les ordenó el mismo soldado alemán. Armin agachó la cabeza para evitar que pudiera reconocerle, aunque dudaba que aquel tipo hubiera reparado siquiera en su presencia– Herkommen (Venga aquí).

–Heil Hitler! –dijo Jean, apretando sus labios en una fina línea–. Mein Name ist Karl Lempke, der Siebten Panzer. Ich war gestern verwundet. Ich kehre mit meiner Schwadron (Mi nombre es Karl Lempke, de la Séptima Panzer. Me hirieron ayer. Vuelvo con mi escuadrón).

Respiraciones [Jearmin. 1940 AU]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora