CI. PIV.

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Los asistentes al servicio religioso estaban bajo el influjo de los acontecimientos de ese día. No todos los presentes temblaban debido al frío de la noche de noviembre que descendía de las desnudas vigas del techo sobre la pequeña congregación. Para iniciar la oración, el prior Martin había elegido los versículos «¡Ayúdame, Dios mío». Su significado parecía mayor que en otras ocasiones... y se percibía una menor esperanza de que Dios respondiera a la llamada de socorro. Las palabras de los salmos que les siguieron pesaban más de lo acostumbrado: «Escúchame cuando te llamo, Dios, que me consuelas cuando siento temor.» Y: «Alabad al señor, siervos que de noche estáis de pie en la casa del Señor», y: «Mi confianza y mi castillo, Dios mío, en quien deposito mis esperanzas.» Uno o dos hermanos lloraban abiertamente y el rostro del prior pertenecía a un hombre que no cree poder escapar del fuego del infierno. Pavel rápidamente dejó de atisbar bajo las capuchas de los monjes que lo rodeaban, porque lo que vio le heló las entrañas. El prior Martin entonó las alabanzas pero su voz sonó desafinada y tras cantar una estrofa se interrumpió. Después abrió la Biblia, miró fijamente las páginas, volvió a cerrarla y carraspeó.

-Hagamos lo que nos manda el profeta -dijo-. Custodiam vias meas, ut non deliquam in lingua mea. Prestaré atención a mi camino para no errar con mi lengua. Pondré un guardia ante mi boca, enmudeceré, me humillaré y silenciaré incluso el bien.

-Amén -dijeron los hermanos.

Pavel recordó lo que había oído con mucha frecuencia al principio de su noviciado: Regula Sancti Benedicti Caput VI: De taciturnitate. Acerca de la taciturnidad.

-¿Qué nos muestra el Profeta? Que por amor al silencio a veces incluso hemos de renunciar a las buenas palabras. Y menos aún debemos pronunciar las malas. Tanto si se trata de las palabras buenas y constructivas como de las malas y funestas: al discípulo perfecto sólo se le permite hablar en contadas ocasiones, debido al significado del silencio. Pues está escrito: «¡Si hablas mucho, no escaparás del pecado!» Y: «¡La lengua tiene poder sobre la vida y la muerte!»
El prior pareció contemplar a cada uno de ellos. Durante el prolongado silencio, Pavel oyó los carraspeos y la respiración de la pequeña comunidad. Percibió la mirada del prior y trató de reunir el valor para sonreírle y asegurarle que -hubiera pasado lo que fuera, o aun lo que pudiera pasar- el prior Martin siempre ocuparía el lugar del hombre más sabio, pío y bueno del mundo en el corazón del novicio Pavel. Cuando por fin osó alzar la cabeza, hacía rato que la mirada del prior se había apartado de él.
El prior tomó aliento, pero en vez de cantar el Nunc dimittis, dijo:

-Ahora, Señor, deja partir a tu siervo en paz. Hoy mis ojos se vieron obligados a contemplar la obra de Satanás, pero conozco el Bien que has dispuesto ante todos los pueblos.

La comunidad se puso de pie y salió de la iglesia en silencio. Pavel la seguía arrastrando los pies, acompañado de Buh. Había recibido el mensaje del prior Martin con toda claridad: que había que guardar silencio acerca de la tragedia ocurrida ese día. Al no mencionar el acontecimiento y limitarse a recitar las reglas de la Orden, ya parecía haber corrido el primer tupido velo del olvido. La fosa común, excavada durante toda la tarde en un rincón del cementerio de los monjes, supondría otro escalón más en el olvido. Se preguntó si los monjes negros asesinados también serían enterrados allí y se desconcertó al comprender que el prior Martin también podría haber ordenado que enterraran al recién nacido vivo junto a su madre muerta. Cuando alzó la vista, vio el rostro furioso del hermano Tomá.

-El padre Superior desea hablar contigo -dijo-. Contigo y con tu amigo.

El temor le secó la boca. En todos esos meses el prior Martin jamás lo había tratado con descortesía, ni una sola vez desde que recompensó los muchos días de espera de dos muchachos jóvenes llamados Pavel y Petr (cuyo auténtico nombre Pavel ya había olvidado desde que adoptó el apodo de Buh) ante la puerta del convento de Braunau, aceptándolos como postulantes en la comunidad del convento y por fin entregándoles el hábito de novicio, pese a que Buh solía tartamudear tanto que ni su madre lo habría comprendido y aunque a Pavel la comprensión de los reglamentos benedictinos le supusiera un esfuerzo tan grande que se veía obligado a repetirlos de manera constante para no confundirlos. Pero ahora, dada la situación, la idea de que el prior Martin quería hablar con ellos le daba miedo. A lo mejor les diría que a tenor de las circunstancias ya no había lugar para ellos en el convento. Pavel sospechó que Buh no soportaría perder incluso este último hogar, y sabía que él tampoco. Decidió que si las cosas se desarrollaban de ese modo, en el peor de los casos suplicaría de rodillas, pero al mismo tiempo temía que aquel gesto supusiera una desobediencia y un mayor bochorno para el prior Martin. ¿Acaso albergar esa idea no era un indicio de un egoísmo pecaminoso, después de todo lo ocurrido en el patio del convento? Agarró a Buh de la mano; éste, como siempre, permanecía a su lado como un buey junto a su boyero.

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