CIV. PXVI.

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El hombre parecía un hermano mucho mayor del obispo Melchior, pero Cyprian conocía a todos sus tíos y sabía que el flaco Melchior no era un buen representante del aspecto de la familia Khlesl, y comprendió que el parecido entre los dos personajes que se encontraban en el estudio del obispo, más que genético debía de ser de carácter espiritual. Puede que el visitante fuese todavía más delgado que el obispo, y el bigote y la perilla alargaban su rostro aún más. Llevaba un atuendo desgastado. El obispo alzó la vista, contempló a Cyprian y arqueó una ceja. Cyprian descubrió otro parecido entre ambos hombres: sus rostros tenían un tono gris, como si acabaran de sufrir una conmoción moral.

Cyprian apartó el rollo de pergamino apoyado en el escritorio de su tío y se sentó en el borde del tablero. La mirada del visitante iba y venía entre Cyprian y Melchior Khlesl.

—Mi sobrino es de confianza —dijo el obispo en latín. Cyprian disimuló su sorpresa, pero conocía la lengua tan bien como la suya propia.

—¿Cuánto sabe? —preguntó el otro, también en latín.

—Lo mismo que yo.

Era obvio que sólo podía tratarse de un asunto. El empeño secular de Melchior Khlesl estaba dedicado a dos proyectos: el libro al que llamaba el legado del diablo y la coronación como emperador de un hombre que pareciera más indicado para evitar la destrucción de la cristiandad que el que actualmente ejercía el cargo. Cyprian no desempeñaba ningún papel en cuanto al segundo proyecto.

—Mi abuelo —dijo Cyprian—, el padre del obispo Melchior y del mío, era panadero. Éramos protestantes. Mi abuelo solicitó permiso para ofrecerles la última comida a los protestantes condenados a muerte. El obispo Melchior, su segundo hijo, recibió el encargo de llevarles el pan a los malhechores encerrados en prisión antes de su ejecución.

—En aquel entonces yo tenía quince años —dijo el obispo—. Vi ciertas cosas que habría preferido no ver. Si un padre jesuita no se hubiera encargado de mí y no me hubiera explicado que todo ese dolor era necesario para salvar almas, quién sabe qué habría sido de mí. Hoy ese padre es el rector de la casa de la Societas Jesu de Viena. Ya no es el hombre que fue. Si me lo encontrara hoy, ni diez caballos conseguirían que me convirtiera a la auténtica fe.

Ambos hombres miraron a Cyprian y éste comprendió que lo estaban sometiendo a una prueba y que su tío la consideraba innecesaria.

—En aquel entonces, el padre acababa de ser ordenado y había puesto en marcha los primeros procesos en contra de los herejes. También logró que condenaran a muerte a un viejo tonto que se presentó como alquimista y que por error envenenó a la familia de un mercader mediante un elixir de vida preparado por él mismo. El viejo le rogó a mi tío que se quedara junto a él la noche de su ajusticiamiento y que le ayudara a prepararse para enfrentarse al último día...

—... y me contó una historia absolutamente asombrosa acerca de un libro —añadió el obispo.

—Y vos, ¿cómo encajáis en esto, Eminencia? —le preguntó Cyprian al visitante.

El visitante contempló a Cyprian entrecerrando los ojos; éste se quedó tranquilamente sentado en el escritorio de su tío y señaló el dedo medio de su mano izquierda. El visitante dirigió la mirada al anillo con la piedra de color violeta que resaltaba en su dedo medio.

—Supongo que olvidasteis quitároslo, Eminencia —dijo Cyprian.

Melchior Khlesl sonrió.

—Este es Giovanni Antonio Facchinetti, Cyprian, cardenal de Santissimi Quatro Coronati. Ambos compartimos un objetivo vital: eliminar el testamento del diablo de este mundo.

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