CIV. PXII.

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Una vez que Cyprian se hubo marchado, el obispo Khlesl no despegó la vista de la puerta cerrada durante un buen rato. Por fin extrajo un pergamino muy desgastado de una carpeta de cuero y lo alisó. Una cajita de madera contenía trocitos de carbón tallado del tamaño de una uña. Con uno de ellos el obispo dibujó un círculo en el centro del pergamino, después tres círculos más pequeños que parecían flotar como cuervos por encima del anterior.

En éstos dibujó iniciales y junto a ellas algo parecido a un birrete: con un poco de práctica, el obispo podría haberse ganado la vida como dibujante, al igual que Giuseppe Arcimboldo, que hasta hacía pocos años había trabajado para el emperador Rodolfo.

Debajo del círculo mayor y separado de los otros tres dibujó dos más. Al obispo se le escapó una leve sonrisa cuando añadió a uno de ellos una gran nariz pegada y al otro unos cabellos cortos. El carboncillo corría por encima del pergamino, garabateando en el silencio y la oscuridad cada vez mayores de la habitación, pero el obispo no lo notó. Junto a ambos círculos trazó un tercero; tras dudar unos instantes, el obispo dibujó una «A» en el centro y después unió mediante unas líneas el círculo mayor con todos los demás; los tres círculos quedaron vinculados entre sí, al igual que los círculos que representaban al obispo y a Cyprian. A un lado dibujó otro círculo pequeño, alejado de los anteriores, situado al este si uno tomaba al círculo mayor como centro; los otros tres estaban ubicados al sur y al oeste de los demás.

Una línea de puntos unía el círculo adornado con el birrete con el círculo más reciente, y junto a éste apareció un signo de interrogación.

El obispo Khlesl se inclinó hacia atrás. El gran círculo central parecía estar dotado de una docena de tentáculos que se aferraban a los más pequeños, y ahora el círculo central encogía los tentáculos y recogía su botín. Khlesl trazó una circunferencia de puntos alrededor del círculo central: una muralla, un límite poroso cuyos débiles rasgos parecían indicar que su creador tenía menos información al respecto que con respecto a todo lo demás.

Finalmente trazó una línea entre los círculos que representaban a Agnes y a Cyprian, pero tras un breve titubeo, la borró con el pulgar. Aún seguía visible, una sombra que se resistía a desaparecer. El obispo sonrió y sacudió la cabeza; después se dio la vuelta, como si sólo en ese momento percibiera que la habitación estaba a oscuras. Recogió el pergamino, lo llevó hasta la ventana, lo dejó en el antepecho, retrocedió y lo contempló, arqueando las cejas.

A unos pasos de distancia se veía que una de las líneas, la que unía el círculo central con los círculos más pequeños, era más gruesa que todas las demás.

El obispo entrecerró los ojos. Alzó la mano derecha y la examinó, observó el polvillo de carbón que le manchaba las puntas de los dedos como buscando un indicio de que su mano había sido dirigida por un poder invisible. Después se limpió la mano en la sotana y volvió a contemplar el dibujo.

El trazo más sólido era el que conducía al círculo de Agnes Wiegant.

El obispo agarró el dibujo con mucho cuidado, lo llevó hasta la chimenea y contempló cómo las llamas consumían el pergamino hasta que el último trozo carbonizado se convirtió en ceniza.

Después tocó la campanilla para llamar al criado. Su sonrisa había desaparecido.

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