CIV. PXIII.

12 0 0
                                    

Cuando sonó la campana llamando a Laudes, hacía dos horas que el padre Xavier estaba despierto. Se había desconectado de todos los ruidos del dormitorio de los monjes; sólo la costumbre de toda una vida hizo que la llamada a la oración penetrara en sus oídos. Había mantenido los ojos abiertos, pero sin percibir la lenta entrada de la luz del amanecer a través de las grandes ventanas y tampoco el incipiente frío otoñal que se volvía más intenso a esa hora anterior a la salida del sol y que penetraba a través de los cristales rotos como un hálito. El padre Xavier estaba solo en el espacio personal creado por su concentración, ocupado exclusivamente en sí mismo y en la pregunta a la que intentaba hallar una respuesta desde su llegada a Praga hacía siete días.

A su alrededor, los monjes de Breznov se levantaban del catre, algunos saludando la llegada del nuevo día con alegría, la mayoría quejándose y bufando, como si la vida en el convento, medio en ruinas desde las guerras de los hussitas, hubiera penetrado en sus huesos convirtiéndolos también a ellos en restos carcomidos antaño sólidos.

El padre Xavier se bajó del catre, saludó a los benedictinos inclinando la cabeza, simuló la humildad y la reserva apropiada para un miembro de otra orden que había sido acogido como huésped y salió del dormitorio detrás del grupo de monjes arrastrando los pies. La misa de Laudes le proporcionaría otra oportunidad de reflexionar sobre la pregunta, pero en el fondo ya conocía la respuesta.

La respuesta era «no».

La Biblia Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora