CIV. PX.

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—No lograrás hacerlo cambiar de idea —dijo Agnes.

—No quiero pasarme el resto de la vida preguntándome si tal vez lo habría logrado —contestó Cyprian.

—Esta vez él y mi madre incluso están de acuerdo. Si hubieran tenido opiniones diversas..., pero no es así...

—Jamás hubiera intentado enfrentar a tu madre con tu padre por este asunto.

Agnes le lanzó una mirada.

—¿Ni siquiera por mí?

Cyprian sospechó que trataba de hablar en broma, pero el tono de su voz era desesperado. Procuró sonreír.

—No hay nada que no haría por ti —dijo—. Excepto revelarle un secreto a tu padre. —Pero su intento de bromear fracasó. Cyprian se maldijo en silencio. Al igual que todos los demás, Agnes había comprendido lo ocurrido en aquel entonces.

—No tenemos ninguna posibilidad, Cyprian —dijo Agnes—. En una o dos semanas darán a conocer mi compromiso con Sebastian Wilfing, y entonces todo habrá acabado.

—Una o dos semanas es mucho tiempo para encontrar una solución.

Cyprian descubrió que simular optimismo suponía un esfuerzo y se esforzó por que Agnes no lo notara. En las últimas semanas había hecho varios intentos para hablar con Niklas Wiegant, pero el mercader siempre se negó a recibirlo; era como si el hombre —que solía estar abierto a las propuestas— temiera que alguien le explicara que estaba condenando a su hija a la desdicha. Gracias a lo que le contó Agnes, Cyprian había comprendido que tras la negativa de dar su consentimiento a un vínculo entre la familia Khlesl y la familia Wiegant se ocultaba algo más que una mera promesa entre socios o la razón de ser de dos empresas que luchaban por sobrevivir. Agnes había vislumbrado un gran temor en la mirada de su padre. Cyprian no lograba imaginar lo que impulsaba a Niklas Wiegant, pero sospechaba que una conversación con él al menos le proporcionaría un indicio. A lo mejor la negativa de Niklas Wiegant también estaba relacionada con ese misterio; sin sobrevalorarse en absoluto, Cyprian sabía —gracias a sus anteriores encuentros con el padre de Agnes— que éste confiaba en él, y por eso resultaba aún más incomprensible que insistiera en casar a Agnes con Sebastian Wilfing hijo.

—Sebastian es una albóndiga de grasa —murmuró Agnes consumida por el odio. Hacía mucho tiempo que Cyprian no le prestaba atención cuando los pensamientos de ambos seguían el mismo derrotero—. Regresó del viaje tres semanas antes que su padre, supuestamente para prepararse para la fiesta de compromiso, pero me contaron que la travesía en barco de Lisboa a Madeira le daba tanto miedo que el viejo Wilfing lo envió a casa antes de tiempo.

Sebastian Wilfing y Cyprian eran de la misma edad. En su infancia habían jugado juntos en la calle: el compacto y robusto Cyprian, al que ya de niño se le notaba que nunca tendría un aspecto ágil, fibroso ni nervudo..., aunque un buen observador también hubiera notado que sin embargo, oculta bajo una capa de supuesta indolencia, sí tendría esa constitución; y Sebastian Wilfing, cuya figura era similar..., excepto que el menos observador de los hombres habría notado que Sebastian hijo era exactamente lo que parecía. Al crecer, ambos perdieron la gordura infantil, que en el caso de Cyprian fue reemplazada por músculos y en el de Sebastian por la grasa de un adulto. Hasta ese día, las carencias de su antiguo compañero de juegos habían dejado indiferente a Cyprian.

—¿Por qué fue a verte? —preguntó Agnes.

—¿Cómo sabes que vino a visitarme?

—De vez en cuando echo un vistazo por la ventana.

Oyeron pasos que se acercaban: era uno de los guardias de la ciudad haciendo su ronda. De día y en tiempos de paz, nadie se oponía a que los ciudadanos de Viena subieran a las murallas; no suponía ningún perjuicio el hecho de que muchos de ellos se familiarizaran con ese lugar, en caso de que la permanente amenaza turca culminara con una nueva ofensiva contra Viena. La puerta Kärntner era la más expuesta a las acometidas y casi fue minada; desde entonces había media docena de galerías vigiladas y reforzadas que conducían desde la parte interior de la puerta hasta bajo suelo, con el fin de poder repeler un ataque instalando más minas, pero casi ningún habitante de la Kärntnergasse sabía dónde estaban las palas o a qué grupo debían acudir si se trataba de cavar a mayor velocidad que el enemigo. El guardia lanzó una mirada al cielo occidental cada vez más rojo.

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