CIII. Muerte de un pontifice

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En la pulida superficie metálica aparecía una imagen desfigurada. Los pómulos sobresalían aún más que de costumbre, la nariz parecía más larga, profundas arrugas surcaban la frente, los ojos eran enormes y brillantes, y la barba, una rala máscara gris. Antaño la llevaba más corta para destacar su abnegación por Jesucristo, pero ahora había adoptado el aspecto del fieltro y colgaba de su barbilla formando mechas. La imagen reflejada parecía el retrato de un muerto.

Había pasado los últimos doce días en cama, entre gemidos y calambres; después hizo que le trajeran el pergamino del archivo, el mismo que ya había sostenido en las manos hacía media vida, confirmando el recuerdo del motivo por el cual a última hora no intentó obtener aquel cargo. La fiebre había desaparecido; lo que le quitó en fortaleza física lo recuperó en fortaleza espiritual gracias a lo que acababa de confirmar.

El hombre inspiró profundamente, giró la cabeza de un lado a otro y contempló su imagen desde todos los ángulos. La elección se había celebrado hacía doce días, pero hoy sería el primero en el que tomaba conciencia de su nuevo cargo. Y él cambiaría la historia.

El ardor de la fiebre había consumido al hombre que había sido: el cardenal Giovanni Battista Castagna, arzobispo de Rossano, nuncio apostólico en Venecia, legado papal en Colonia, consultor del Santo Oficio, Gran Inquisidor. Esa mañana se sentía dichoso de contemplar ese rostro que de repente le resultaba ajeno y decir:

-Has cumplido con tu deber. Te lo agradezco.
Cierta sabiduría afirmaba que en el nuevo cargo no había que tomar decisiones hasta pasados los primeros cien días, porque de lo contrario se aplicaban las palabras del Señor: «No saben lo que hacen.» Siempre se había atenido a ello en sus cargos anteriores. Ahora por primera vez sentía que no debía esperar. La misericordia del Señor y su propia perseverancia se habían combinado y le presentaban el arma con la cual podría derrotar la maldad, la estupidez y la superstición para siempre, con la que lograría atrapar al diablo, el adversario de Dios, en sus propios lazos. Antes hubo ocasiones en las que a veces titubeó porque su decisión le infundía temor, pero esa mañana sólo había existido la certeza de ser el elegido.

Sintió que lo embargaba un profundo respeto que lo dejó sin aliento e hizo que su corazón latiera apresuradamente. De repente parecía imposible desprenderse de los últimos setenta años vividos, pero era necesario. Ahora Giovanni Battista Castagna desaparecería para siempre y nacería un hombre nuevo.

-¿De verdad quieres hacerlo? -le preguntó a su imagen reflejada.

»¿Cuánto hace que esperas hacerlo?
»¿Con cuánta intensidad lo has ansiado?
»¿Estás seguro de que no te devorará?

La imagen reflejada no respondió a ninguna de las preguntas.

Se encasquetó el gorro rojo orlado de piel blanca. El calor de septiembre pesaba sobre Roma e incluso había penetrado a través de los gruesos muros que lo rodeaban, pero el camauro le daba seguridad.

-Entonces que Dios lo ampare, Santidad -le susurró a la imagen reflejada.

El papa Urbano VII se dio la vuelta y salió de la habitación para establecer contacto con el diablo.

El cardenal archivero Arnaldo Uccello hizo una reverencia y trató de colocarse ante la entrada de la sala Sixtina de la biblioteca vaticana. El papa Urbano se detuvo y le devolvió el saludo. Observó que la mirada del cardenal archivero se dirigía a los dos guardias suizos que lo acompañaban y se fijaba en las alabardas que ambos jóvenes llevaban en las manos.

-Doy gracias a Dios por volver a veros con buena salud, Santo Padre. Por desgracia, nadie me anunció vuestra llegada -dijo Uccello en voz baja-. Por favor, disculpad la omisión.

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