CIII. PII.

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El coronel Segesser y su hijo vigilaban el último tramo de la escalera que antes separaba el Cortile del Belvedere del Cortile della Pigna, y que ahora conducía a la biblioteca. Cuando oyeron un aullido que surgió del interior del archivo, ambos intercambiaron una mirada.

-¿Qué ocurre allí dentro, padre? -preguntó el capitán.

-¿Cuál es vuestro deber, capitán?

-Servir al Santo Padre con fidelidad, honradez y honor, y también a sus legítimos sucesores, dedicarme a protegerlos con todas mis fuerzas y, si fuera necesario, incluso sacrificar mi vida por ellos -respondió el joven.

-¿Acaso eso incluye las preguntas curiosas, capitán?

-No, coronel.

-Bien. -El coronel Segesser dirigió la vista hacia delante y el capitán Segesser lo imitó. El aullido proseguía, acompañado por retumbos y tintineos, como si alguien hiciera estragos en las salas de las bibliotecas. Ambos volvieron a intercambiar una mirada.

-No tengo ni idea de lo que ocurre, hijo -dijo el coronel.

-¿Y si el Santo Padre estuviera en peligro?

-Lo acompañan dos alabarderos.

Algo se rompió con gran estrépito, como si un orate despedazara un mueble grande.

-Por otra parte... -dijo el coronel.

Ambos volvieron a mirarse y después se giraron, y blandiendo sus espadas remontaron la escalera hasta la sala Sixtina. Cuando irrumpieron en la sala de estudios, la puerta de la biblioteca secreta se abrió y por ella salieron el Papa, el cardenal archivero y los dos guardias suizos. El rostro de Urbano estaba empapado en sudor, crispado y grisáceo; su sotana estaba mugrienta, sus cabellos despeinados y su mozzetta desgarrada. El cardenal archivero lo sostenía, pálido y con los labios temblorosos.

-Es una falsificación -balbuceó el Papa-. Una falsificación. Falta la clave..., no tiene valor... El diablo nos ha engañado a todos..., la cristiandad está perdida.

-Por favor, Santo Padre, tranquilizaos -tartamudeó Uccello.

-¿Necesitáis ayuda, Santo Padre? -preguntó el coronel Segesser al tiempo que lanzaba una mirada aguda a ambos alabarderos, que se encogieron de hombros y entornaron los ojos.

El Papa alzó la vista y la clavó en el coronel. De repente soltó el brazo de Arnaldo Uccello, se tambaleó hacia los guardias y los agarró del jubón. Con una reacción instintiva, el coronel sostuvo la temblorosa figura -que no parecía pesar nada- por los sobacos. El calor que irradiaba el cuerpo enjuto lo sorprendió: era como si el papa Urbano ardiera. El Papa apoyó la frente sobre el pecho de Segesser.

-¿No lo comprendéis? Faltan las tres páginas en las que figura la clave -murmuró el Papa-. El falsificador no las copió. Están en alguna parte, allí fuera. Y también el original, en vez de estar guardado en el archivo secreto. Si todo ello cayera en las manos equivocadas... supondría el inicio del dominio del diablo.

La voz del Papa se volvió casi inaudible y por fin enmudeció.

-Llamad al camarlengo y al médico de cabecera de Su Santidad -dijo el cardenal archivero-. Ignoro de qué habla el Santo Padre, pero que Dios se apiade de todos nosotros.

El coronel Segesser abrazó el frágil cuerpo del Papa y con mucha suavidad desplazó la mano derecha de la axila y palpó el pecho del Santo Padre.

-Que Dios se apiade de su alma -dijo-. Aquí ya no queda nada por hacer para el médico de cabecera.

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