CIII. PIII.

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El padre Xavier Espinosa estaba irritado. No lograba desprenderse de la sensación de que alguien lo observaba en secreto. Era algo distinto de la mirada curiosa de los cientos de ojos que lo contemplaban.

Ya había examinado repetidas veces a la multitud reunida en el quemadero en el exterior de las murallas de Toledo, pero no logró descubrir al que lo observaba. Los rostros de la turba detrás de la valla eran informes, al igual que los de los Grandes y de la Infanta instalados en el podio, o los de los Inquisidores sentados en hileras alrededor del trono de Santo Domingo. El Gran Inquisidor, cardenal Gaspar de Quiroga, había tomado asiento en el trono. El padre Xavier vio el brillo de unos anteojos y supo que el joven Hernando Niño de Guevara estaba presente; era el hermano del padre Xavier in dominico y la mano derecha del Gran Inquisidor. El padre Hernando se había preparado para presidir el Auto de fe, puesto que en agosto el cardenal de Quiroga había sido invitado al cónclave para elegir al nuevo Papa. Pero el cardenal de Quiroga había rechazado la invitación diciendo que como de todos modos no sería elegido, sus hermanos cardenales sabrían qué hacer en su ausencia, y además la exterminación de los herejes en la ultracatólica España resultaba más importante que la elección del Santo Padre de Roma. De hecho, el cardenal tuvo razón en al menos dos aspectos: no lo habían elegido en la primera votación y los cardenales no tuvieron ninguna dificultad para elegir al anodino Giovanni Battista Castagna como Papa.

El padre Xavier sintió que le invadía el enfado: no debería haberse permitido semejante distracción. Lo único que no impedía su concentración eran los lamentos de los condenados que se retorcían aprisionados por las cadenas que les rodeaban la cintura y las muñecas; tras presenciar un número suficiente de quemas de herejes, uno aprendía a hacer oídos sordos ante esas súplicas humanas tan desgarradoras. Ni siquiera los gritos de la joven llamando a su madre conmovían su indiferencia profesional, más bien se concentraba en calcular cuánto tiempo los soportaría el vicario general García Loayasa.

-¡Acabaré con esto ahora mismo! -masculló Loayasa.

-Una sabia decisión -susurró el padre Xavier.

-Tengo el poder de concederle indulgencia a la joven, ¿verdad, padre Xavier?

Éste echó un breve vistazo al rostro caballuno, enjuto y torturado del vicario general. Había previsto que esa noche García Loayasa tomaría esta decisión en cuanto viera a los condenados. Se decía que el vicario general tenía hijas repartidas por todo Toledo y que estaba desesperado por obtener un obispado, porque el dinero para mantener, educar y proveer de dote a su pequeño ejército de hijas enjutas de cara caballuna no le alcanzaba.

-Su Ilustrísima es el representante del arzobispo de Toledo -dijo el padre Xavier-. El Gran Inquisidor tiene el poder de impartir justicia; su Ilustrísima tiene el poder de ser misericordioso. Loayasa se mordió el labio.

-Podría volver a mostrarle la cruz; si se desdice de sus falsas convicciones y la besa, podré ahorrarle la hoguera, ¿verdad?

-Podéis hacerlo, Ilustrísima.

-Sería un acto cristiano, ¿no lo creéis así, padre Xavier?

-Por supuesto. El cardenal de Quiroga, el Gran Inquisidor, intentó por todos los medios convencer a la joven de que se desdijera, incluso durante los primeros interrogatorios. Es lamentable que la desdichada endureciera su corazón y se negara tozudamente.

-Ya -dijo el vicario general Loayasa en tono lastimero, sin despegar la mirada de la tribuna.

La joven tiraba de las cadenas y se retorcía como loca. De tanto gritar, su voz se había vuelto ronca. La cabeza afeitada y el obsceno atuendo amarillo de la vergüenza la hacían parecer aún más joven de lo que era. No podía tener más de catorce años. El padre Xavier aborrecía la idea de que una vida tan joven acabara de manera tan espantosa y a la vista de todos, y también aborrecía al Gran Inquisidor de Quiroga por no haber elegido el camino más fácil: dar muerte a la condenada durante el interrogatorio. Siempre había que contar con que la repugnancia de los espectadores ante las falsas enseñanzas de los protestantes se convirtiera en compasión por un único condenado cuando éste era casi una niña de aspecto delicado, y que llamaba a su madre con gritos que partían el corazón mientras el fuego abrasaba sus carnes.

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