CIV. PXV.

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     Seguir el rastro del emperador era fácil; el palacio real era un hormiguero y Rodolfo había trazado un sendero, como un niño que clava su bastón entre las hormigas. Los criados, funcionarios y cortesanos apiñados en grupos tenían una expresión de espanto y la mirada fija en el pasillo o la habitación a través de los que Rodolfo había emprendido la huida.

     El padre Xavier atravesó el tumulto con toda la gracia real que el hábito otorgaba a su delgada figura. La desigual persecución acabó ante una puerta cerrada, frente a la cual se agolpaba al menos media docena de hombres vestidos con variados y costosos atuendos, que hablaban entre sí en tono desconcertado. El padre Xavier se mantuvo al borde del grupo, saludando con la cabeza cuando lo miraban y adoptando la postura de un humilde monje que por casualidad se encuentra en el escenario de un accidente, ignora qué ha ocurrido pero empieza a rezar por todos los presentes movido por la compasión y la fe. Cada vez aparecían más personas que obstruían el pasillo y aumentaban la confusión. Ningún sonido surgía de detrás de la puerta y los que apoyaban la oreja contra ella sacudían la cabeza y ponían cara de preocupación.

     Por fin un hombrecillo de cabellos blancos se abrió paso a través de la multitud y echó un vistazo a su alrededor. Más adelante se topó con la mirada de un tipo gordo que no debía de ser mucho más joven que él y que le hizo señas de que se acercara.

     —¡Menos mal que ya estáis aquí! —dijo el gordo. El padre Xavier, acostumbrado a las disonancias, escuchó las palabras no dichas: «¿Dónde diablos estabais?»

     —Me alivia comprobar que tenéis todo bajo control —replicó el recién llegado, y el dominico volvió a oír las palabras no dichas: «¡Si mis ocupaciones fueran tan escasas como las vuestras, yo también habría sido el primero en llegar!»

     —¿Qué ha ocurrido?

     —Dicen que su cristianísima Majestad atravesó corriendo los salones presa de los nervios y que acabó por parapetarse en esa habitación,

     —La que alberga su colección, claro.

     —¿Y si no dónde, mi querido Lobkowicz?

     El padre Xavier observó la mirada que intercambiaron ambos hombres. La multitud había retrocedido y ambos estaban justo delante de la puerta cerrada con llave. Lobkowicz intentó abrirla.

     —¿Majestad? —exclamó—. Majestad, soy yo, el juez superior regional. Me acompaña el barón Rozmberka y muchas personas más preocupadas por el bienestar de Su Majestad. No hay ningún peligro, Majestad.

     No recibió respuesta y quienquiera que se ocultara detrás de la puerta también guardó silencio. Lobkowicz soltó el picaporte y cerró el puño.

     —¿Nadie sabe qué le ha ocurrido? Últimamente estaba muy tranquilo..., debe de haber ocurrido algo —dijo el juez; su mirada rozó la figura del dominico pero sin prestarle atención.

     —A lo mejor ha vuelto a perder una nuez —gruñó Rozmberka.

     —No podemos esperar que salga por sí solo —dijo Lobkowicz—. El legado ruso aguarda, el legado del patriarca de Constantinopla aguarda, el nuncio papal, los generales, toda la cristiandad aguarda a que el emperador acabe por tomar la decisión de vengar la masacre del año pasado en Constantinopla y acabar con los turcos. No puede ocultarse en su cámara del tesoro... ¡Debe gobernar!

     —No es necesario que me lo digáis a mí, querido Lobkowicz.

     —Creí que todo se había tranquilizado tras su último ataque, cuando descubrió los engaños de Edward Kelley y lo mandó encerrar. ¡Y ahora esto!

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