CIV. Entrada en el Reino de los Muertos

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  Niklas Wiegant y su mujer se habían enfadado. No fue ninguna bagatela: se trataba de un conflicto profundo y de años de duración. Desde su existencia jamás había reinado la paz: en el mejor de los casos, una tregua; y ahora tampoco llegó a su fin, sino que continuaría, esa noche, el día siguiente, y el siguiente..., cada vez que ocurría algo que abría la herida que generó el conflicto. El padre Xavier lo comprendió en un instante, cuando la criada lo condujo a la sala situada en la segunda planta del hogar de los Wiegant. Ignoraba el motivo de la pelea, pero sospechaba que la herida de la dueña de la casa era mayor que la del dueño, y que éste nunca comprendería por qué pese a todos sus esfuerzos no cicatrizaba. Alguien estaba convencido de haber sido engañado y que sus sentimientos eran pisoteados. «El cielo no conoce una ira como la del amor convertido en odio —pensó el padre Xavier— ni el infierno cólera como la de la mujer engañada.»

  Nunca había visto a Theresia Wiegant y la contempló con la misma atención que les prodigaba a todos aquellos en cuyos rostros reconocía la cualidad de ser una palanca que él podría aprovechar en el momento oportuno. Niklas Wiegant había cambiado; su rostro se había vuelto más arrugado y demacrado en los quince años pasados desde su último encuentro, su vientre era más prominente y su pelo, más gris que negro. Con sorpresa, comprobó que éste ya no era el hombre con el cual antaño había montado la cadena de suministros con la que todos habían ganado: los supuestamente sobornados proveedores españoles, el mercader alemán que les hacía de testaferro, el arzobispo de Madrid y su hermano. Algo se había perdido; el padre Xavier se lo habría pensado dos veces antes de organizar la venta de agua en el desierto con el hombre que tenía ante sí.
  —Ha venido a veros un monje dominico, señor —dijo la criada haciendo una reverencia.

Niklas Wiegant se volvió y al principio sólo lo escudriñó con los ojos entrecerrados, pero después recorrió la sala a grandes pasos, abrió los brazos, se detuvo de pronto y los dejó caer.

  —Es imposible —exclamó—. ¿Padre Xavier? ¡No lo puedo creer! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¡Y juro que no habéis envejecido ni un día! Dios mío, ¿qué os trae a Viena? ¿Cuántos años han pasado? —Niklas Wiegant volvió a alzar las manos y fue a agarrar al otro de los hombros como hacía antaño, para después estrecharle con fuerza la mano, pero en el último instante retrocedió, con los brazos colgando.

  »Tenéis un aspecto tan... digno. Y sin embargo seguís llevando el hábito blanco y negro, como antes.

  El padre Xavier puso fin a la embarazosa situación cruzando las manos detrás de la espalda e inclinando la cabeza.

  —Han pasado quince años, señor Wiegant —dijo y se enorgulleció de poder hablar casi sin acento—. Y soy lo que siempre he sido y quise ser: un sencillo seguidor de san Domingo.

  —La barba —dijo Niklas Wiegant—. Por eso no os reconocí.

  El otro asintió con la cabeza. La barba y el bigote que le cubrían la cara también le resultaban desacostumbrados a él. Se había dejado un bigote estrecho cuyos extremos acababan en punta, mientras que desde el labio inferior a la barbilla crecía una barbita del ancho de un pulgar, de la cual la mayoría de quienes la llevaban tiraban nerviosamente volviéndola tiesa. El padre Xavier, que no tendía al nerviosismo pero que desde cualquier punto de vista era un buen observador, había logrado el mismo efecto aplicándose grasa. Sabía que nada resultaba más desusado en el rostro de un dominico que ese tipo de barba y que nueve de cada diez personas la recordarían mucho más que el rostro. En última instancia, sólo se la había dejado crecer para un único hombre: el que ocupaba el trono del emperador en Praga, cuyo intermediario ante Dios antaño había sido el padre Xavier. Albergaba la esperanza de engañarlo.

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