CIV. PV.

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  Cuando Cyprian se puso de pie casi pierde el equilibrio.

  —No te preocupes —dijo con voz entrecortada. Agarró a Agnes de la mano y la arrastró por el prado tropezando con las piedras y los restos del quebrado orgullo católico—. No te preocupes —repitió y volvió a toser.

  Agnes a duras penas lograba seguirlo. Volvía a ver el instante en el que Cyprian se había desplomado. El terror casi la hizo caer de rodillas y un pensamiento la atravesó; «¡Si está enfermo, no podrá defenderme de esos individuos de allí delante!», pero de inmediato la traspasó otro pensamiento mucho más apremiante: «Sí está enfermo, ¿cómo puedo ayudarle?» A continuación un tercer pensamiento reemplazó a los dos anteriores: «No puede estar enfermo, jamás lo he visto débil, sólo se le ha metido un poco de polvo en la garganta, y eso, junto con el viento frío, sólo debe...»

  Los salteadores apostados en el camino los miraban boquiabiertos, Ya no sostenían piedras en las manos; que no hubieran dicho una palabra le pareció a Agnes una señal de inseguridad. Cyprian se cubrió la boca con la mano y volvió a toser, atrayendo la atención de los hombres. Agnes y Cyprian casi se encontraban delante de ellos. Horrorizada, Agnes descubrió que si ella no lo hubiera detenido, Cyprian habría seguido avanzando a trompicones. Oyó sus gemidos y resuellos y vio que procuraba ponerse derecho.

  —¿Qué hacéis aquí? —dijo el cabecilla en tono de duda. Tanto él como la mayoría de sus camaradas llevaban capotes cortos con un cordón en el hombro, como solían llevar los estudiantes. Los demás vestían ropas más desgastadas. Los estudiantes eran tal vez uno o dos años mayores que Cyprian y Agnes, los otros eran más jóvenes.

  Cyprian no dijo nada. Respirar parecía costarle un esfuerzo. La mirada de Agnes iba de un estudiante a otro y su corazón latía aún más apresuradamente que antes junto al puente.

  —¿Llegasteis demasiado tarde para nuestra procesión? —se burló uno—. ¡Cerdos católicos de mierda!

  —Dejadnos pasar —dijo Agnes; su voz temblaba.

  —Sí, dejadnos pasar —susurró Cyprian.

  —¡Ohhhh, por favor, por favor, por favor, dejadnos pasar! —repitió el cabecilla con una sonrisa desagradable—. Primero tenéis que cumplir ciertas condiciones.

  —Vosotros no sois quienes para obligarme a cumplir condiciones —dijo Agnes, aferrándose con desesperación al principio de que no había que mostrarse débil frente a los lobos de cuatro patas ni frente a los de dos.

  Al mismo tiempo, Cyprian preguntó con voz jadeante:

  —¿Qué condiciones?

  Gran parte de la respuesta del cabecilla quedó ahogada bajo un nuevo ataque de tos de Cyprian, que se encogió y casi cayó al suelo. Aun así, Agnes comprendió lo siguiente:

  —Maldecir al Papa... afirmar que la así llamada Virgen era una puta... que la así llamada Santa Iglesia católica es un montón de mierda... y tú putilla... —Esto último le resultó incomprensible pero los gestos que le dirigía el cabecilla eran tan obscenos que comprendió el significado aunque era de suponer que ignoraba a qué tipo de actividad se referían las groseras palabras. Un escalofrío le recorrió cuerpo.

  Cyprian se enderezó con dificultad y les tendió la mano derecha.

  —No queremos problemas —dijo en tono débil.

  Los salteadores clavaron la vista en la mano de Cyprian. Algunos retrocedieron unos pasos. Cyprian se miró la mano y Agnes se estremeció al ver que estaba ensangrentada. Cyprian ocultó la mano tras la espalda pero todos habían visto, la sangre. Intentó decir algo, pero no pudo.

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