CIV. PIII

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Andrej von Langenfels miró a través de la ventana la cloaca que separaba la parte trasera de la casa de la orilla del río Moldava. Primero tuvo que limpiar el grueso cristal con la manga; un movimiento que realizó automáticamente porque durante los últimos meses esto había formado parte del repertorio cada vez mayor de servicios prestados.

«Ecco, Andrea, limpia la finestra, ¡la scientia requiere luz! ¡Limpia la chimenea, la scientia requiere lumbre! ¡Limpia la cama, monna Lobkowicza necesita sábanas limpias!» Esto último acompañado de un guiño de los ojos de párpados gruesos y de una última advertencia; «Y después desaparece. ¡Mientras monna Lobkowicza está aquí no necesito público al follar!»

La apestosa capa de hollín que cubría todas las superficies de la casita en la callejuela sin nombre del barrio húmedo y pringoso situado al oeste de Santa María bajo la Cadena era difícil de eliminar. La zona estaba impregnada de una atmósfera de fracaso, y Andrej era lo bastante sensible como para percibirla. Allí los sanjuanistas construyeron antaño una comunidad de la Orden que protegió la Karlsbrücke como si fuera una fortaleza; se construyeron viviendas cuyos habitantes estaban bajo la jurisdicción de los caballeros de la Orden de Malta; la iglesia de Santa María bajo la Cadena fue planificada como uno de los edificios más grandes de Praga. Pero las constantes batallas contra los turcos en el Mediterráneo y la gran flota protectora que sostenía a la sede central de la Orden, trasladada desde Malta hacía más de medio siglo, habían diezmado la fortuna de los caballeros. Lepanto supuso una victoria muy cara para la Orden, tanto en sangre como en monedas, y ni siquiera tuvo un efecto duradero. Ahora la iglesia se encontraba en el centro de un terreno ocupado por ruinas, muros medio derrumbados y esperanzas perdidas, había nacido muerta con su fachada destrozada y los muñones de sus torres, y estaba rodeada de andamios podridos y jirones de tejido basto, como una desgastada mortaja.

Andrej volvió a limpiar el cristal con el puño de la manga. La luz incierta de finales de marzo intentaba penetrar, pero renunciaba debido a la estrechez de la callejuela. Allí, en los olvidados rincones de Praga, todo desaparecía a la sombra de las ruinosas paredes de las casas o se asfixiaba en la niebla, y a veces, o así le parecía a Andrej, allí, en ese apartado barrio de la ciudad, todo se sumía a su vez en la locura del hombre que ocupaba el castillo: el emperador Rodolfo de Habsburgo.

Ya era el cuarto día que Andrej pasaba solo en la pequeña morada. Sospechaba que su amo y señor ya no volvería. Sentía una extraña lástima y bastante autocompasión. Parecía destinado a ser abandonado por aquellos en quienes confiaba, justo cuando podría pensar que lo peor había pasado, y asimismo parecía estar destinado a ir tirando en solitario. En todo caso, la semana pasada Giovanni Scoto todavía había murmurado que el emperador Rodolfo se había sentido tan satisfecho con sus trucos mágicos que a partir de ahora ocuparían una casa nueva y lujosa en la Goldmachergasse del castillo. De momento lo único que seguía demostrando la existencia de Giovanni Scoto eran los grasientos precipitados de sus experimentos alquimistas pegados a las paredes. Estuviera donde estuviese, Scoto había desaparecido y con él todo el dinero, la ropa e incluso el pan medio enmohecido que durante días les sirvió de alimento y que era tan duro que habría valido para edificar los cimientos de una fortaleza.

Pero más que en su amo huido y su destino sumamente incierto, Andrej pensaba en su pasado. Había sufrido una pesadilla que ya había creído superada. Durante los primeros años, la pesadilla lo acompañaba sólo de vez en cuando, era un visitante que aparecía al menos una vez al mes y que lo afectaba en mayor o menor grado. Hubo casos en los cuales había mojado la cama debido al terror, como cuando era un niño muy pequeño. Porque en realidad el sueño no era un sueño: era un recuerdo que no perdía actualidad, que de algún modo había cobrado vida propia y lo aterrorizaba. Últimamente había empezado a atormentarle menos a menudo y Andrej casi había perdido el miedo que le provocaba su aparición, pero la noche anterior había vuelto a hacerse presente, lo abrumó con los ruidos y las imágenes, y hubiera dado su brazo derecho para poder olvidarlos.

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