CIV. PVIII.

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   Niklas Wiegant contempló a su hija en silencio durante tanto tiempo que Agnes temió que sencillamente no la había comprendido. Su ímpetu se apagó bajo esa interminable mirada; si su padre hubiera expresado enfado o rabia, habría sabido qué hacer. Incluso se había preparado para la incomprensión indignada, pero en la mirada paterna había algo que la desanimó; creyó ver lástima, comprensión y un afecto tan grande que le causó dolor, pero sobre todo una especie de fatalismo: «Conozco tus argumentos, los comprendo, yo no habría dicho otra cosa... y sin embargo no haré caso de ninguno.»

Agnes se sintió invadida por un temor asfixiante. Comprendió que en sus planes no había contado con una negativa a su propuesta.

Niklas Wiegant se puso de pie y abrió la puerta.

—Quisiera que tu madre estuviera presente —dijo.

Agnes clavó la mirada en la mesa y escuchó los pasos de su padre que se alejaban. Reprimió su temor y procuró albergar esperanzas. Cuando la puerta se abrió, lo primero que vio fue el rostro pétreo de su madre.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. Me hubieras sido útil en la cocina.

—Tenía que aclarar mis ideas.

—No me digas. Ojalá hubieras tenido claro que tu madre podría necesitar tu ayuda.

—Bien —dijo Niklas Wiegant en tono reposado, e hizo entrar a su mujer a la sala.

—Tengo mucho que hacer. En esta casa las cosas no avanzan a menos que yo me encargue de ello. ¿Qué quieres de mí, Niklas?

—Se trata del futuro de nuestra hija.

—¿Hemos de hablar de ello precisamente ahora? La cena se está quemando.

—Bien, Theresia, pues que se queme. En el peor de los casos la tiramos a la basura y ayunamos una noche, en recuerdo de los padecimientos de nuestro Señor.

—¿Así que de pronto has decidido ayunar? Hace unos días, cuando afirmaste que la carne estaba en mal estado y te negaste a que la sirvieran y tuvimos que comer pan con queso, no dejaste de protestar toda la noche.

—Protesté porque hiciste preparar la carne aunque ya te había dicho que estaba en mal estado.

—¿Ahora también me echas la culpa de que nuestros criados sean unos inútiles y que la carne que trajiste ya estaba estropeada antes de que te la vendieran?

—La carne estaba perfectamente, era un cabrito joven, pero la conservamos durante demasiado tiempo.

—¿Desde cuándo has adquirido conocimientos de carnicero, Niklas Wiegant? ¿Quién se pasa el día en la cocina, tú o yo?

—El cabrito me lo dio el cazador de la corte, el hermano de Sebastian Wilfing.

—¿Y qué? ¿Qué más quieres? ¡Eso demuestra que nuestros criados son unos inútiles! Incluso dejan que se pudra un buen trozo de carne, ¡son unos holgazanes! Pero si de ti dependiera, entonces el día de la Candelaria todos encontrarían un ducado más debajo del plato en vez de ir a parar a la calle, que es lo que se merecen.

—¿Cómo quieres tener buenos criados cuando todos los años despides a la mayoría? Para tener buenos criados, es necesario que confíen en que sus amos los protegerán.

—¿Adónde quieres ir a parar con eso? ¿Insinúas que no soy capaz de dirigir la servidumbre? Gran parte del año estás de viaje y soy yo quien ha de encargarse de todo. ¿Acaso alguna vez te encontraste con algo que no fuera de tu conformidad al regresar? ¿Estaba sucia la casa o la chimenea llena de hollín o el techo tenía goteras? Dime, Niklas Wiegant, ¿fue así?

La Biblia Del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora