CIV. PXI.

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El doctor Melchior Khlesl, capellán de la corte y honorable obispo de Wiener Neustadt, había cambiado, y no todos los cambios suponen una ventaja: su rostro se había vuelto tan demacrado que su nariz sobresalía como un cuerpo extraño y su barbilla era tan puntiaguda que la barba que llevaba parecía la de un macho cabrío. Sus ojos estaban hundidos en las cuencas, oscuras canicas que reflejaban las sombras de debajo, tan sumergidos en sus órbitas que no mostraban ni un punto de luz. Su casaca española de terciopelo negro —en la que todos los adornos, las borlas, los galones y los bordados también eran negros— colgaba de sus hombros como de una percha. Un resfriado acompañado de fiebre lo había dejado todavía más delgado y la pelliza que cubría la casaca era de un color tan pálido como el de su rostro. Excepto por la mirada tranquila e intensa, no guardaba ningún parecido con su sobrino Cyprian. Los ojos de Cyprian eran azules, los de su tío, negros..., aunque cualquier observador superficial habría apostado que el color de los ojos de ambos era el mismo. En el sacerdote que en aquel entonces se había despedido con tanta prisa en la iglesia de Heiligenstadt —y que había parecido un extraño en aquella santa casa— Agnes Wiegant no hubiera reconocido al hombre sentado detrás del gran escritorio.

—Has mandado rellenar la cueva debajo de la iglesia de Heiligenstadt —dijo Cyprian después de saludarlo. Para él resultaba sencillo acceder al obispo de Neustadt: el obispo le había concedido el derecho de visitarlo durante las veinticuatro horas del día y los únicos obstáculos que se interponían entre Cyprian y Melchior Khlesl solían ser los criados que se apresuraban a abrirle las puertas al joven.

Melchior Khlesl alzó la mirada.

—Un día volverás a irrumpir igual que ahora, yo alzaré la vista sin sospechar nada, me clavarás un puñal en el corazón y lo último que diré será: «¿Tu quoque, fili?»

—En caso de que César realmente le dijera algo a Brutus, más bien sería «¿Kai su, teknon?» —replicó Cyprian—. Los señores romanos hablaban en griego entre ellos, me lo enseñaste tú mismo, tío.

—El alumno supone un honor para el maestro.

—Creí que dijiste que el libro debería estar en algún lugar allí abajo.

—Dije que no sabía si se trataba de un libro. Nosotros lo habríamos convertido en un libro; puede que los paganos utilizaran cualquier medio para conservar el saber, incluso dibujos en las paredes de las cuevas. —Melchior Khlesl dudó unos instantes—. En su origen fueron dibujos en las paredes de las cuevas, de eso estoy seguro. El diablo mora entre nosotros desde que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y los hombres vivieron como los animales.

—¿Y ahora has abandonado la búsqueda?

—Si allí abajo hay algo, está tan bien camuflado que ni siquiera yo logré encontrarlo. Como fui incapaz de apoderarme de él y destruirlo, preferí enterrarlo allí mismo. La vacante en la iglesia tras la muerte del viejo párroco me proporcionó el tiempo necesario para hacerlo y los destrozos causados por la última inundación me ayudaron.

—Bien —dijo Cyprian—. Menos mal que se ha acabado. Entonces ya no requieres mi ayuda y podré seguir mi propio camino.

El obispo pareció escuchar las palabras de su sobrino, pero en el caso de Melchior Khlesl nunca se sabía con precisión. Éste mantuvo la mirada clavada en el montón de documentos posados encima de su escritorio.

—En realidad, me temo que de todos modos llegamos demasiado tarde —murmuró.

—¿Demasiado tarde? Pero si tú buscaste allí abajo desde que la gran inundación dejó el antiguo santuario al descubierto. ¡Durante casi veinte años!

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