Wesley
Chels se había ido con el imbécil integral de Marcus a no sé dónde. Aunque me molestaba que pasase tiempo con él, teniendo en cuenta que nuestros días en casa de sus padres estaban contados, no estaba preocupado. El amor de Marcus por Chels era platónico y ella solo lo veía como un amigo y nada más, por eso llevaba dándole calabazas desde el instituto.
Cada día desde el "incidente" recuerdo lo ocurrido. Ojalá el tiempo hubiera sido misericordioso conmigo para dejarme borrar alguna parte de esa noche. Por ejemplo, el sonido de su grito agónico mientras le rompía el corazón o el de su cara empapada en lágrimas a través del espejo retrovisor. No recorrí ni dos manzanas cuando detuve el vehículo aturdido por el dolor del rechazo, pero sobre todo, dolido por el daño que le causé a Chels. Aunque quisiera dar la vuelta ya no podía, ella no me perdonaría y si lo hiciera, ¿estaría siendo sincera o siempre me guardaría rencor?
Arrancar y seguir adelante fue lo más difícil que hice en mi vida.
Quizás si hubiera dado la vuelta Chels no sería la pija snob que era ahora. No solo cambió físicamente, sino su personalidad no era ni remotamente parecida. Y, ¡maldita sea! Ni siquiera le podía reprochar de que fuera mirando a los demás por encima del hombro porque yo creé ese monstruo. Era por mi culpa, solo un acto reflejo para defenderse del mundo, y es que es muy difícil ser aplastado cuando te encargas de pisotear antes a los demás.
Imagino que esa actitud le valió estos años, pero unos días en casa habían supuesto un gran cambio. Al menos dejamos de subir el termostato al máximo para contrarrestar su frialdad. Temí que cuando regresase a San Francisco se fuera como la pija estirada que llegó.
¡Y no!
La noche que la cagué fui un cobarde por no regresar, pero esta vez no iba a dejar que Chels se fuera sin más. Perdí al amor de mi vida una vez, y no pensaba volverlo a perder.
Si había algo increíble en la casa de los señores Brown, aparte claro de la perenne decoración de Navidad que todos los niños del barrio admiraban con rareza y absoluta fascinación, era la puntualidad para las comidas. Se cenaba siempre a las siete y media, así que ahí estábamos toda la familia y, por supuesto yo.
Me senté al lado del Chels, enfrente estaba Max y su madre y en uno de los laterales presidiendo la mesa el señor Brown. El jamón que cocinamos la señora Brown y yo rozaba lo antinatural, puesto que era tan grande que casi nos dificultaba la vista de la mesa completa.
Chels se revolvió nerviosa por tenerme al lado. Aunque la mayoría de las noches cenábamos juntos, no nos sentamos uno al lado del otro hasta ahora. El señor Brown me vigilaba de reojo, cerciorándose de que me mantuviera lejos de su única hija. No es que le cayera del todo mal, pero cuando se trataba de Chels me odiaba a muerte por lo que tuvo que pasar con mi propuesta de matrimonio. Por no decir que cuando se enteró que le había pedido a su hija de dieciséis que se casase conmigo, casi viaja a Nueva York para estrangularme con sus propias manos.
Fue la mirada del señor Brown la que me hizo sentir cohibido casi toda la velada. Casi. Porque en cuanto la señora Brown empezó a parlotear, se relajó lo suficiente para llevar a cabo mi plan. Le tenía mucho respeto al señor Brown, pero me podía el amor y el deseo que sentía por Chels más que cualquier otra cosa en el mundo.
Operación cena en marcha.
Que el mantel fuese más largo de lo normal era parte del plan. Calculé cada detalle para que fuese todo un éxito, ya no me podía permitir fracasar. Deslicé por mi pierna una mano mientras seguía comiendo con la otra y la posé sobre la rodilla de Chels.
He de decir que me sorprendió que solo pegase un pequeño brinco que nadie notó, excepto yo.
Que suerte la mía que llevaba falda.
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Muerde el muérdago
Romance-¡¿Qué narices haces aquí?! Wesley, el antiguo capitán del equipo de fútbol americano, el tío más atractivo que había conocido en mi vida estaba en mi casa. Mi exnovio estaba en mi casa por Navidad. Chelsea pensaba que lo peor que podría pasarle es...