Capítulo 17. Wesley everyday

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Chelsea

Esa noche tampoco dormí absolutamente nada. Si pensaba que mi conciencia me dejaría de martillear estaba muy equivocada. Desde que había hablado con mi padre no dejaba de pensar en lo que había pasado entre Wesley y yo. Sus besos y sus caricias aún me ardían en la piel, y no sabía cómo puñetas apagar ese fuego que me abrasaba. O sí lo sabía, solo que no quería reconocerlo.

Bajé a desayunar como siempre, pero no había nadie. Era raro, normalmente Max no se levantaba antes de las diez y en su habitación no había nadie. Salí y empecé a comprender qué había pasado.

El manto de nieve se había cernido por el vecindario cubriendo el césped de los jardines y parte de las puertas principales y garajes. La mayoría de mis vecinos estaban fuera bajo un sol radiante quitando la nieve de la entrada de sus casas. En la mía no estaba el padre de familia quitando nieve, sino que estaba mi hermano, Wesley y por supuesto como no podría ser de otro modo, Marcus.

—Buenos días —dije mientras me cubría los ojos por el sol.

El primero en volverse para darme su sonrisa más radiante fue Marcus.

—¡Buenos días, Chels! —saludó medio canturreando. Clavó pala en la nieve y se secó el sudor de la frente.

Wesley, para variar, le echó unas miradas de las que matan y volvió de nuevo con su tarea. Pude notar a la perfección como miraba de reojo cada paso que daba hacia Marcus. Miraba mis pies como si quisieran que fueran de piedra y me dejaran anclada para siempre.

—¿Qué haces aquí?

Sabía perfectamente la pregunta, Marcus era la persona más solidaria del pueblo. Podrías pedirle cualquier cosa y no dudaría tres segundos en dártela, era de esos a los que te podías acercar diciendo que necesitas un transplante de riñón y sin duda señalaría a los dos suyos preguntando cuál quieres. Él era así.

—Estoy echando una mano a tu padre y a Max. —Como era obvio, no quería reconocer la presencia de Wes—. Ya he quitado la de la casa de mis padres y la de los Donaught. Pensé que quizás necesitabais que os echara una manita.

—Tenemos suficientes manos, gracias —proclamó de mala manera Wes. Clavó la pala con fuerza chirriando en la acera y la echó con fuerza hacia un lado.

Lo recriminé con la mirada porque sabía que la de Max le importaba tres pimientos. Al parecer, mi hermanito había empezado a comprender que Marcus era buen tío y que incluso tenían más cosas en común de lo que a priori podrían pensar en el instituto. Sin embargo, Wes... seguía sin poder verlo.

—Pues no lo parece ya que son las nueve y aún está tapada la entrada del garaje. Mi casa está libre desde las seis.

Eso cabreó más a Wes, quien volvió a retirar la nieve con una violencia amenazadora. Estaba aguantando el tipo por Max y por mí, porque si no hubiéramos estado ninguno de los dos seguro que ya le habría atizado a Marcus más de una vez.

—Eso es lo que pasa cuando no se tiene vida, y de paso novia.

—¿Y tú sí la tienes?

A Wes le resbaló la pala, pero volvió a recogerla enseguida. Sus ojos buscaron desesperadamente conectar con los míos; estaban buscando un indicio de que lo que pasó ayer no fue algo aislado ni una tontería, había sido los deseos más profundos emergiendo directamente a la superficie. Y lo había sido, solo que no podía decirlo en voz alta sin que ninguno de los dos saliera perjudicado.

—No. —Su voz fue rotunda.

Clavó la mirada en la inmaculada nieve. No me hizo faltar asomarme a sus pupilas para concluir que estaba decepcionado. ¿Pero qué podía hacer yo? ¿Reconocerle a Marcus que me había liado con Wes? Eso no era una solución, sino un problema añadido. No podía contárselo a nadie porque corría el riesgo de que Manny se enterara por alguien que no fuera yo.

Muerde el muérdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora