Capítulo 3. Gingerbread Man Tell Me

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Wesley

No podía negar que la situación me parecía divertida. Quizás no debería disfrutar con su sufrimiento y comportarme como un adulto de verdad.

Pero... ¡es que era tan divertido!

Cabrear a la Chelsea adolescente era divertido, pero nunca imaginé que cabrear a la Chelsea adulta, la que se había convertido en una pija estirada, fuera a ser mucho más entretenido.

Nada más verme sus mejillas se encendieron con la nariz de Rudolph. Obviamente Max había cumplido su parte y no le había dicho nada de mi presencia. De haberla advertido habría tomado un vuelo a Kazajistán por error por tal de no verme.

Era increíble como las cosas habían cambiado entre los dos. Unos años antes, cuando los dos todavía éramos unos críos, Chelsea aprovechaba las ramas del árbol de la entrada de su casa para escaparse y pasar la noche conmigo. Recuerdo que la tomaba de la cintura en el último salto al suelo. Y sin embargo, ahora no era capaz de mirarme a la cara sin esa chispa de odio en sus pupilas. Probablemente Chels era la única chica del universo que quería verme a mil kilómetros de distancia como mínimo.

Y la entiendo, de verdad, ¿cómo querría verme después de cómo me comporté? Pero una cosa es entender las cosas y otras asumirlas. Y yo no era capaz de asumir que fuese tan distante conmigo cuando verla con ese vestido dejaba expuestos mis deseos más oscuros, profundos y prohibidos.

Es curioso. Muchas veces la gente se enamora de otros por el físico, por el intelecto, por el dinero... Y cuando esa persona cambia, deja de gustarle, como si fueran dos desconocidos. Ambos pueden seguir con su vida como si nada porque la persona de la que se enamoraron no existe. Qué fácil debe de ser para ese tipo de personas seguir adelante.

¿Pero a mí? Chels iba con el pelo más corto y rubio, su estilo no se parecía en nada a la chica que conocí que vestía Converses, vaqueros y crop top. Cualquier parecido con su pasado era pura casualidad y aun con esa capa de maquillaje a lo Kardashian, esa actitud distante y bajo la fragancia de un perfume francés, no pude evitar que se me revolviera el estómago y mi corazón latiese a mil por hora.

Saqué las galletas con forma de hombrecito del horno y las puse en una rejilla para que se enfriaran. El aroma era delicioso, mi ropa se impregnó de ese olor dejándome para el resto del día un delicioso perfume a jengibre y vainilla. Con ellas compensaría quedarme en esa casa y, de paso, hacer que Chelsea se sintiera menos incómoda conmigo, que viera que iba en son de paz.

Y picó. Por muy delgada que estuviera, una adicta a la azúcar siempre sería una adicta al fin y al cabo.

Chelsea entró en la cocina con los ojos cerrados embriagada por el olor.

—¿Es una nueva receta? Huelen de maravilla, mamá.

Aspiró profundamente y soltó un suspirito antes de abrir los ojos.

—Tú no eres mi madre —afirmó con la voz dura.

Las pequeñas arrugas de entre sus cejas se fruncieron de indignación. Si las miradas matasen, ella me habría carbonizado en un pestañeo.

El silencio entre los dos empezó a resultar pesado e incómodo, lo suficiente como para que en cualquier momento volviera corriendo a su escondite. Si quería que las cosas entre los dos no fuesen incómodas tenía que romper la tensión.

—Mmmm —Me asomé por la cinturilla de mi pantalón y miré mis calzoncillos—, no, no creo que sea tu madre.

Sus mejillas volvieron a teñirse de rojo.

—Muy gracioso —repuso indignada por mi actitud.

Dio la vuelta para volver a su habitación, probablemente si volvía a encerrarse no habría Dios que la sacara de allí, por ello la tenía que retener como fuera. En el fondo, no quería ser el imbécil de su ex que venía a fastidiarle las vacaciones, ni una visita a unos padres a los que apenas veía.

Muerde el muérdagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora