Antón está alucinado. París es enorme, e increíblemente bella. Bendice el día en el que Juan Mari decidió sacarlo del agua y llevárselo con él.Como hijo más joven de la familia, no le tocaba ir a la guerra, pero los propietarios del caserío de al lado eran franquistas, mandaban mucho en el pueblo y se las ingeniaron para que Antón fuera reclutado por el bando nacional.
Así, un día se llevaron a Antón, y le pusieron el uniforme que representaba a aquellos que le prohibían hablar su lengua y mostrar los rasgos de su cultura, a aquellos que despreciaban profundamente el alma de cualquier pueblo que profesara un sentimiento diferente al suyo propio; lo montaron en un tren y lo enviaron al frente.
Tuvo la suerte de no haber entrado jamás en batalla, y fue asignado a un pelotón de presos en el pirineo Aragonés. Solo tenía que vigilar a los que reparaban las carreteras y los puentes. Y la sucesión de hechos lo llevó desde casi ahogarse en un río hasta París, donde lo primero que hizo fue aprender a nadar en el Sena.
Trabaja en un taller de orfebrería junto a Juan Mari, quien ya es como un hermano para él. Le ha enseñado a modelar el vidrio, cosa que Juan Mari había aprendido a hacer, y más que bien, en la isla de Murano. Antón también aprendió rápido, y la verdad es que no se le da nada mal.
Viven de forma holgada, hasta que los nazis toman París. La Francia de la liberté, egalité y fraternité está plagada de filonazis, y alguno de ellos no tarda en chivarse acerca del rojo que escapó de España y del desertor que lo acompañó. Total, que después de un largo periplo entre calabozos, prisiones, y fábricas de armas y vehículos donde son obligados a trabajar a destajo, terminan en un tren que les dejará muy cerca del campo de exterminio de Dachau. Allí son obsequiados con una estancia con pensión completa incluida a perpetuidad. El problema es que, como demostrará Einstein unos años después, el tiempo y el espacio son relativos, y la definición de perpetuidad en Dachau no coincide con el concepto que la mayoría de personas pueden tener de la misma.
Como no podía ser de otra manera, adelgazan en poco tiempo, aunque Antón conoce a algunos a los que se les da de comer bastante bien. Durante una de las noches en las que Ernest Kauffmann, el oficial al mando del campo, gran aficionado al boxeo, monta uno de sus espectaculares torneos, Antón y Juan Mari son asignados a la brigada de limpieza. Los combates se suceden uno tras otro, y la final es menos apasionante de lo que se esperaba. Un general gordo y calvo ha traído a un prisionero ruso que ha pasado por encima del actual campeón.
Juan Mari da la espalda a Antón para barrer un lateral del ring, y para cuando se quiere dar cuenta ve al chalado de su amigo en medio del cuadrilátero. Dos nazis le están vendando las manos, y un tercero trae unos guantes de color negro. Los nazis se descojonan fuera y dentro del ring, y los mandos han pedido que les traigan más champán. El ruso va a matar al jovenzuelo.
Las risas cesan momentáneamente en cuanto Antón se quita la camiseta, y hasta al ruso se le borra la sonrisa de la cara. El chaval está más duro que la pared de un búnker, y sus antebrazos parecen el pescuezo de un buey de tiro.
El ruso deja deforme la cara de Antón, pero recibe una paliza de espanto. Antón no tiene estilo, recibe una increíble cantidad de golpes, pero no cae ni una sola vez. En cambio, cada vez que acierta en el rostro o el vientre del ruso, hace que las piernas de este tiemblen.
─Has que se crean que eres mi entrenador─ le dice a Juan Mari al final del quinto asalto, cuando se sienta en la banqueta para tomar aire y beber un poco de agua─. Desde hoy comemos caliente tres veses al día.
Dicho y hecho.
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El Camaro Destartalado
General FictionEl Chevrolet Camaro acaba de llegar en el interior del contenedor de un buque mercante. El cometido, en teoría, es muy sencillo. Se coge, se entrega (si es que no se cae a trozos en la carretera), se recibe la pasta y listo. Nada más, y no se acepta...