El ángel de la muerte

206 55 83
                                    

Ernest Kauffmann es un hombre agradable, exceptuando las ocasiones en las que sale a pasear por entre los barracones del campo de concentración y mata, de forma arbitraria y aleatoria, y mediante un disparo en la cabeza, a diez prisioneros judíos que escoge de entre los que le plazcan en cada instante. También se comporta de modo bastante desagradable cuando envía a la cámara de gas a un montón de mujeres y niños, o a hombres enfermos o demasiado viejos para trabajar.

Al menos, como hombre organizado y eficiente que es, recicla algunas partes de la anatomía de sus víctimas. Manda extraer piezas dentales de oro para después fundirlas. También conserva el pelo para fabricar pelucas, plumeros, juguetes para los niños o rellenar cojines. Tan ingenioso es que en su oficina se puede encontrar mobiliario tapizado con piel humana como sillas, tresillos, o lámparas. Al fin y al cabo, para Ernest Kauffmann no hay gran diferencia entre una vaca, un cerdo, un judío o un gitano. La piel es únicamente eso, piel. ¿O también le produce una morbosa sensación de poder?

Hoy ha invitado a Anton Heinkel Bomben y su entrenador Johann Marri a tomar un café en sus aposentos personales. Un amigo especial viene a visitar el campo y tomar algunas medidas, y desea conocer a los especímenes puros de Homo antecessor europensis.

Josef Mengele, el médico del vecino campo de concentración de Auschwitz, más conocido como el Ángel de la Muerte, debido a la extrema crueldad con la que tortura a sus cobayas humanas y experimenta con ellas, llega acompañado por varios oficiales de las SS. Saluda fríamente a Herr Kauffmann (menos mal que son amigos, sinó es posible que mandara inyectarle una substancia ácida en los ojos para intentar cambiárselos de color), y toma asiento frente a Antón y Juan Mari. Los observa con atención mientras toma el café mediante pequeños sorbos, sin prestar atención a la conversación que mantienen los oficiales con Herr Kauffmann. Después pide a uno de ellos que le acerque el maletín de cuero, y comienza a extraer y depositar sobre la mesa, de modo cuidadoso y en minucioso orden, varios instrumentos para la recogida de medidas antropométricas.

Invierte más de dos horas en tomar medidas del cráneo y la cara de los dos prisioneros, los hace caminar, los ausculta, observa varios de sus reflejos, mira su boca y oídos, toma muestras de su sangre y orina, y conversa de modo no muy efusivo con los tres nazis que lo acompañan en ese momento de descubrimiento de una raza ancestral y no contaminada.

Juan Mari y Antón tienen suerte, no son lo suficientemente interesantes como para ser trasladados a Auschwitz. Si lo hubieran sido, el simpático lugareño Mengele podría haberlos seleccionado para formar parte de su estudio sobre la pureza de las razas, que incluye el sometimiento de los ejemplares a pruebas como la citada inyección de substancias químicas en el globo ocular, la administración de venenos para medir la resistencia, la inyección de cloroformo en el corazón, el contagio intencionado de graves enfermedades infecciosas, la exposición masiva a rayos X o a cambios bruscos y acusados de temperatura o presión, la extracción de sangre hasta la muerte, o incluso podrían ser seleccionados para ser cosidos el uno al otro y observar las reacciones de rechazo de sus organismos al cuerpo del siamés experimental. Una joya de hombre el tal Mengele. Como tantos y tantos torturadores, asesinos y genocidas, cuando termine la guerra tendrá la enorme suerte de escapar y ser acogido en países donde quien gobierna es igual de malvado pero está quizá algo menos chalado que Hitler, como Argentina, Chile o España, y vivirá feliz hasta los sesenta y ocho años.

Herr Kauffmann se siente decepcionado por no haber podido impresionar a una eminencia como Josef Mengele, pero por otro lado se alegra de seguir poseyendo a un boxeador como Anton Bomben y a su experimentadísimo entrenador. No todos los oficiales de su rango pueden alardear de poseer al campeón de boxeo vasco, una disciplina en la que varios combatientes luchan en una plaza de toros contra morlacos de afilados cuernos, una manada de lobos y cuatro osos pardos. (Sí, Juan Mari también le ha hecho creer todo esto).

Respecto a Antón y Juan Mari, el desprecio que sienten por el nazismo es infinito, pero se sienten afortunados por la calidad de vida que tienen en el campo de concentración. No saben cuánto les durará, aunque suponen que no mucho. Serán expulsados del paraíso en cuanto Antón comience a perder combates o les pillen en alguna de las múltiples tonterías que hacen creer a los nazis.

El Camaro DestartaladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora