El cadáver es lo primero que ve Francisco Molinedo, Oficial inspector de la Policía Federal, cuando irrumpe en la habitación que apesta a muerte. El cuerpo tendido, la cabeza reventada, vestido con traje negro. La tiza dibuja el contorno de su silueta de donde será sacado. Francisco es secundado, a sus espaldas, con otros menos importantes, por Felipe, un policía novato y joven asignado especialmente para acompañarlo a ese asqueroso esparcimiento de sesos y sangre con carta suicida en mano, una coartada vulgar, una pista falsa, una estúpida mentira.
Llegaron a ese infierno por culpa de un vecino, un hombre gordo y sucio, chusma y atento, que los llamó para informarles, quizás, pensó Molinedo, como hacen varios hombres solitarios y aburridos, para mentirles, que había escuchado voces, a una mujer y a un hombre que discutían y parecían al borde de lo inevitable, lo que ocurrió, lo que está frente a sus ojos: la muerte ejecutada por un disparo que se confundió con un trueno de la tormenta pasajera.
Todos trabajan yendo de aquí para allá. Las manos, dentro de los guantes, recolectan pruebas, revisan. La escena del crimen está repleta de policías que se sofocan ante el calor y la humedad. Ahora, Molinedo debe ejecutar la lectura de signos que demuestren que están ante una pantomima, una burla a las Fuerzas, a él, en especial a él, harto de falsos suicidios, de crímenes tapados, de casos que agravan su fracaso. La carta es recogida con suavidad por los guantes de Felipe quien se la lleva hacía sus ojos verdes y su flequillo rubio.
- "A quién lea sepa que me maté por mi violenta vida. No soporté más.
A mis veintidós años ingresé en un grupo de sicarios, en 1980, para vengarme de los milicos y hacer otros trabajos por guita. Uno por uno, desde el que mandó a ejecutar la emboscada a mis viejos que eran montoneros, hasta al último que disparó a nuestro coche rodeado por sus Falcón, fueron liquidados. Esos hijos de puta, que ignoraban que yo estaba dentro presenciando esas horrendas muertes, con diez años, sin entender del todo los motivos, mordiéndome los labios para no gritar porque ellos me habían pedido que me callara que si quería vivir no tenía que gritar ni aunque les pase lo peor. En fin, gracias a mi Excalibur, mi Colt, esas basuras se pudren en el infierno más terrible.
Escribo esto, lo declaro porque fue uno de los tantos crímenes que jamás se pudo resolver en este país y no me quería retirar de él sin el honor de decir "Soy el ejecutor". Actué por la paz de mi alma. Había sido consumido por el odio, en mis venas latía la venganza. A mis quince años, conocí a Raúl en una movilización que pedía por la vuelta de la democracia, en donde estaba buscando alguien que me ayudase a matar a esas ratas y tuve la suerte de encontrarlo o quizás era el destino que ya estaba marcado. Estábamos yendo para Plaza de Mayo desde el Conurbano y cayó la yuta. Nos rodearon, provocadores, y los destrozamos. Desde ahí entablamos, lo que creí, una amistad inquebrantable. Me entrenó por cinco años, física, mental y espiritualmente, para vengarme y borrar el odio que carcomía mi alma para que ninguna emoción me llevase a cometer errores. Después de matar a los milicos y liberarme de esa carga, ingresé a su grupo de sicarios. Trabajé con ellos hasta hoy, y si bien siempre he mantenido un alto código de lealtad, su traición, la de Raúl, el líder de la banda, me lleva a querer verlo muerto. Porque me usó y luego nos vendió, pero antes de que me agarren a mí, prefiero mi muerte y su encierro. Búsquenlo, métanlo preso, por mí ya está, no quiero seguir.
La dirección: Yerbal 2533 2° B.
Alberto."
En esa lectura, tenue, monótona de Felipe, un fragmento, unas palabras que pronuncia, sorprenden y hacen temblar de emoción a Molinedo. Si bien parece un relato, casi literario, una mentira, una inverosímil construcción para un suicida, esa casualidad bien construida, lo golpea en el rostro con toda la fuerza del pasado borboteando en su memoria. Sabe que los nombres que está leyendo son fantasías, que costará mucho saber realmente quiénes eran este Alberto, desfigurado por un balazo, y ese Raúl al que entrega con pito y bombo. Resuena, en su cabeza, analítica y pasional, el crimen, la venganza de los milicos, el caso, eso que produjo el temblor. Esas muertes, el año, 1980, veintidós años. Él había ingresado a la policía, en el setenta y ocho con veinticuatro, motivado por su padre, no por el momento turbulento del país. Era bueno en las investigaciones hasta ese maldito caso dos años después de su ingreso que fue imposible resolverlo. Ese esperpento de sesos volados mató torturadores de la ESMA con los que él nunca había querido tener contacto. Los medios callaron la posterior contraofensiva que tomaron los milicos contra otros inocentes de esos crímenes, pero informaron sobre otros perejiles para no mostrar inoperancia en las fuerzas. Sin embargo, su humillación dentro jamás no fue tapada. Recuerda que sus primeros trabajos habían sido más que excelentes. Todos le auguraban un gran futuro, pero ese fracaso, ese golpe del cual nunca pudo recuperarse, le arruinó toda su carrera. Piensa que en el presente, en este 2012, donde tanto se habla por la lucha de los Derechos Humanos y se persigue a los genocidas de ese tiempo, podría redimirse y borrar aquel momento en que había admitido la derrota, joven, con un cuerpo que adivinaba su obesidad, con mirada nerviosa, queriendo explicar, lo inexplicable, lo que no se deseaba oír. ¿Debía comentarle a su superior Altagracia que vivía riéndosele en cara? ¿Debía encargarse él solo?
El calor de la habitación lo hacía sudar, pesadas gotas de sudor recorría su rostro rechoncho y si bien tenía ahí pistas, a un muerto, no tenía idea de contra quién se enfrentaba, no había rastros de un asesino, más que la declaración del vecino de una voz de mujer. Pero estaba claro, se olía a kilómetros, que esto no era un suicidio. Además la letra que ve en la carta que le acerca Felipe es redonda también de mujer.
En su memoria aparecen las balas con tribales incomprensibles, lo único que coincidía en la muerte de todos esos militares. En la investigación, de aquel entonces, destinada al fracaso, había intereses políticos, ¿qué le asegura que no los haya ahora?, ¿qué demonios podría desatar? A este loco lo querían muerto, de eso no había duda, pero ¿por qué esa declaración?, ¿a caso no era más lógico que eso no lo descubriese nadie? ¿Dónde estaba la maldita trampa? Ese hombre, en su momento se había valido de la protección que podía darle el estar dentro de un mundo como el de los sicarios, agentes del poder y la oscuridad. Pero qué significa ese teatro es lo que no le cierra. Piensa en las balas, las que habían matado a los milicos tenían esos dibujos tallados.
- Pibe, andá a ver si quedó alguna bala en el cartucho.
Felipe se acerca, cauto, ambiguo, hacia una bolsita cerrada cerca del muerto. La levanta y saca de allí lo pedido. Cuando golpea el cartucho con la palma para ver si está cargado, hace un movimiento torpe que provoca que las balas caigan al suelo, desplomándose. Francisco se acerca lento, gordo, ansioso por la revelación, por el comienzo del fin de un caso nunca cerrado, por salir de la puta oscuridad en que está hundido. Sentirse un fracasado no es lo mejor. Con sus guantes, con sus dedos, levanta la bala más cercana. Buscar la marca. La aproxima, con lentitud, a sus ojos y ve el pequeño objeto dorado, calado, dibujado con la anhelada señal de antaño en su metal. Las otras dos que levanta, también, como en las de entonces, llevan arcanos tribales grabados. Por fin, tres de ellas, sin disparar, duermen en su mano; por fin, ante sí, la presencia de lo que, por veintidós años, fue su pesadilla, su peor dolor, se revela, casi llora, se contiene.
- Vamos para esa dirección lo más rápido posible, pibito. Deja a un grupo levantando lo que queda.
El muchacho acata la orden, sumiso, lento, sinuoso, junta a tres peritos y les indica los pasos a seguir. En secreto, cuidando que Molinedo no lo observe recibe un papel que esconde y otro que le lleva: una foto del muerto, reconocible por la vestimenta y la contextura física. A pesar de ser un dato importante, Francisco no le da importancia y ni la mira, pues no puede caer en que está iniciando una revancha contra el fracaso del pasado. Desea saltar de alegría, se vuelve a contener.
Salen del departamento al patrullero para buscar más respuestas sobre ese tal Raúl. Dentro del coche observa la foto que Felipe, le entrega al fin, en la que hay dos personas. Uno es, reconocible por algunos pedazos de la cara desfigurada por el disparo que quedaron en su memoria, ese tal Alberto que firmó la carta; y, el otro, un joven, la nueva incógnita, rubio, fuerte, podría ser Raúl, que lo acompaña dándole un tierno beso en la boca.
- Así que este se la morfaba, ¿y si es un suicida despechado que inventó una historia de mercenarios para que hagamos mierda a su examor?
Felipe lo mira extrañado, incrédulo, desafiante:
- ¿Lo dice en serio, Jefe?
- No, pibito, es joda. Arranquemos para lo de Raúl.- Responde decepcionado porque Felipe no comparte su chiste, su emoción, porque no entiende, pero no importa. Ahora su único anhelo es llegar a esa deseada verdad que siente tan cerca.
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