...de pequeña, a los doce años, 1983, cometí mi primer crimen, crucé mi rito de fuego e iniciación en el mundo de los asesinos. Obligada por mi padre quien, desde que tengo conciencia, me repetía que debía ser capaz de matar, fríamente, al ser más indefenso y fiel del mundo, al que más lástima me pudiese producir. ¡Mierda, cuánto tiempo de todo eso! No debía ser débil ni sensible, debía convertirme en una autómata, una máquina, un arma que ejecutase los mejores crímenes sin temor ni dudas, a sangre helada... A mis cinco años, estrangulé a mi perro Chicho, lo único que recuerdo que alguna vez quise, allá, en mi casa en La Boca, donde vivía con el hombre al cual llamaba "papá" poco convencida de que él lo fuese por su forma de criarme tan distante, sin cariño. Todavía, siento, mientras aprieto el volante, los huesos quebrándose del cuello, la agitación agónica, en mis manos tensas, sucias y mojadas por la baba que caía de las fauces de la fiera entregada. Mis ojos se clavaban en la pobre víctima y mi rostro no mostraba compasión ni miedo a pesar de ese hecho que hubiese horrorizado a cualquiera, menos a mí, pues todo salía como él había pedido. Concentrada. Ni una partícula de culpa existía en ese primer crimen. Cuando cesó su respiración, en vez de llorar, una sonrisa de placer se dibujó en mis labios sádicos. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer, sus pasos a mis espaldas, su palma posándose sobre mi espalda arqueada mientras arrojaba cual muñeco despreciado el cadáver del perro, y su sentencia "De ahora en más serás mi mejor mercancía"... así, borró todo rastro de humanidad en mí, borró mi nombre, para iniciar este presente dentro de este maldito auto, yendo a rendir cuentas a un pescado gordo, mugriento, por las cagadas de otros; así, dejaba de ser esa "hija", si es que alguna vez lo había sido, para ser un objeto, un fetiche que entrenaría para cotizar como la mejor asesina del mercado. Me demostró y enseñó, principios que valoro hoy, que no debía matar o morir por ideales o sentimientos, sino por guita, lo único que merecía algo parecido al afecto era la guita y el poder por el poder mismo. El placer se cerraba allí.
Atrás me viene siguiendo hace cinco minutos el auto de escolta, un Mercedes negro. Bajé varias veces la velocidad, aceleré y jamás me sacó un segundo de ventaja, siempre la misma distancia. ¿Será el único? Lo dudo. Después de aquel bautismo, empezó mi educación. Primero aprendí a no sentir nada, ni odio, ni amor, pues no debía existir en mí compasión por nada ni por nadie nunca. Así maté a Alberto, hace unos minutos. Me gritaba día y noche que los sentimientos debían ser nulos que siempre complicaban los trabajos, no debía nunca dejarme dominar por las emociones. No siento culpa, por lo de Alberto, pero sí algo extraño. Basta, no tengo que pensar en él. Todo, hasta los más pequeño e inofensivo, merecían el mismo trato, el de objetivos, incluso él, incluso yo. Pero creo que a él lo odié por lo que hizo, por lo que pasó... ¡Basta, Elena, basta! Pasado mi entrenamiento técnico y táctico, a mis ocho años, empecé mi instrucción física, largos años de artes marciales: Karate, Taekwondo, y en especial, el arte perfecto del camuflaje y el asesinato, Ninjitsu. También desarrollé una memoria perfecta para planos. Eso me lo enseñaba con tanta pasión. No le importó robarme la infancia, lo rememoró repitiéndome que la familia era un inventó burgués y religioso, político, una trampa para controlarnos. Él pregonaba que triunfaría escuchándolo y siendo rápido una adulta independiente. Aquel entrenamiento me ayudó a adquirir una perfecta habilidad para moverme en espacios desconocidos: salidas y entradas, pasadizos, y si había, habitación de armas. Todo era memorizado: croquis, fotos. Terminé ese aprendizaje a mis once años, entonces, me miraba al espejo, pensaba en el cuerpo de otras niñas de mi edad y notaba que mi físico se había desarrollado mucho más que el de cualquier otra. Sin importar la remera que usase, se me marcaban los senos. Con un metro setenta de estatura, mi cuerpo era fibroso y bien formado como el de una mujer que había pasado la adolescencia aunque mi rostro era el de una pequeña inocente, lo que me daba un toque perverso. En fin... una niña alta, inteligente, bella, flaca, madura y fuerte: un arma perfecta. ¡Qué graciosa definición! Sé sacarme los nervios fácilmente.
Dos Mercedes más, la escolta está completa, no me gusta nada. ¿Cuántos serán?, ¿nueve, diez dentro? Como si nunca hubiese luchado con más de uno, ya en esos tiernos once años sufrieron un terrible castigo tres giles que quisieron abusar de mí. Fue una noche que volvía de ninjitsu a mi viejo hogar. Delgada y bonita caminaba, despreocupada, con el bolso que llevaba la ropa de gimnasia y vestida provocativamente con ropa veraniega: un pantaloncito de jean que llegaba hasta las rodillas, ajustado y una musculosa que marcaba mis pequeños senos. Repasando lo aprendido, cometí el error de no percibir a los tres jóvenes que salieron de un callejón, de la oscuridad, de entre las pintorescas casas de Caminito y comenzaron a moverse detrás de mí. Me tomaron desprevenida –error de niña tonta, me reprendería luego mi padre. Como un rayo, de espaldas, dos de ellos me atraparon, estiraron fuerte y separaron en cruz mis brazos enganchándolos en mis axilas. El tercero me enfrentó llevando su mano, sucia, torcida, hacia la bragueta para intentar violarme, mientras que la otra la puso a la altura de su boca formando una uve con el índice y el largo pasando entre medio su lengua de arriba hacia abajo velozmente. Se acercó lentamente, se sentía tan seguro de poder llevar adelante su violación, pero, la ilusión de abusar de una niñita indefensa les duró poco a esos imbéciles. Con la fuerza de mis piernas, salté, aprovechando mis brazos atrapados para tomar impulso, y le exploté los testículos al idiota que se había chupado los dedos con una patada que le ensangrentó los pantalones; en una milésima de segundo, mudó su rostro lascivo por una mueca de terrible sufrimiento. Los que me sujetaban se quedaron estupefactos y, en sus anonadamientos, soltando sus brazos de mi cuerpo, agarré sus nucas y, rápida, brutal, les reventé las caras de frente. Así los dejé: tirados, quejosos, humillados, locos, temerosos, desangrados y meados. Mojé mis dedos en la sangre del suelo, marqué mi rostro para que el barrio se enterase de mi hazaña, para que viese la marca, orgulloso, aquel que se hacía llamar cada vez menos "padre" y más "dueño"...
Qué raro, me pasó uno de los tres Mercedes que me escoltan parece acelerar e irse. Cómo los llenaría de plomo si no fuesen gente del Big Fish. Mi primer disparo fue a los doce años, cuando me regaló mi primera pistola con silenciador; mi primera y mi única amiga. Me había dicho que, a partir de ese instante, mi nombre sería Elena. Me bautizaba ya no como mercancía, sino como asesina. De aquella manera, mi yo original pasaba al olvido. Es gracioso, pero ya no recuerdo mi otro nombre, este, el último elegido en un ritual de mi bautismo de fuego sería mi centro, aquel por el que me conocerían los pocos integrantes de mi grupo, en cambio, para la sociedad, para el común de la gente, para las distintas misiones que debería hacer a lo largo de mi vida, tendría miles diferentes. De esa manera, mi padre, mi ex dueño, mi jefe, me explicaba que llevaría adelante mi primera misión, la prueba, en la cual debía demostrar mi valor, mi destreza y mi inteligencia. Cruzaría el primer umbral en donde tendría que mostrar si había servido todo mi aprendizaje, si valía realmente lo que prometía. Debía ingresar a un departamento desconocido, llegar hasta el cuarto piso, liquidar a un hombre odioso para mi padre en una oficina oscura y listo. El cumplimiento efectivo de esa misión marcaría el fin de mi iniciación, la libertad, para empezar el camino de lo que soy ahora: una asesina.