Molinedo VII
Molinedo retorna absorto a la seccional, aún no puede borrar el asesinato de Esteban, el fin de su caso sentenciado por ese maldito Felipe a quien hacía unas horas había creído un simple novato. Le costó volver hasta su oficina, estuvo, luego de que se fue la bestia que lo había golpeado por la mañana, media hora congelado mirando el cuerpo esposado y muerto. Cuando logró reaccionar, dio media vuelta y salió de la fábrica como un autómata para dirigirse al patrullero y escapar de todo ese calvario.
Al ingresar, los compañeros lo evitan como si tuviese una peste, pues notan en su rostro el fracaso y saben que las consecuencias que tendrá son enormes. Cabizbajo, se dirige directo hacia su oficina y se encierra. Estudia cada objeto del cuarto sin comprenderlo. La vorágine que se ha desarrollado en menos de cuarenta y ocho horas, la locura en que vive desde que ingresó en esa casa de Flores le ha mostrado la gloria momentánea para hundirlo en el más hondo de los fracasos. Todo lo que lo rodea parece irrisorio, los papeles en la caja, los relojes, la tele apagada, su arma reglamentaria.
Prende un cigarrillo de los dos que le quedan. Saca la petaca, está vacía. Sus ojos, demasiado humanos, reciben, cristalinos, el humo. La mano tiembla, incontenible, al llevar el cigarro a la boca para inhalar suave, sin fuerza. Afuera se retumban pasos firmes, acompasados y furiosos que recorren el pasillo. Entonces, la puerta se abre. Empujada por un puño con anillos dorados. Irrumpe Altagracia, voraz, grande, pesado.
- ¡Llorando, solo, como un maricón! ¿Encontró a Ferreira?
- ¡Sí, me traicionó! ¡Cómo todos ustedes, manga de hijos de puta! ¿Por qué me arruinaron así la vida?- responde con impotencia ante el descubrimiento de sus humillantes lágrimas.
- Dejá de llorar, Molinedo, contestá lo que te pregunté ¿dónde está Ferreira? Si le pasó algo la va a pasar mal – se acerca hasta la mesa de Francisco que se levanta de su silla desafiante.
- ¡Mateme porque se lo llevó, una bestia, un indio, y lo va a matar!- explota Molinedo indignado.
Altagracia lo mira con despreció, frunce la nariz y le da una trompada en la mejilla derecha con fuerza descomunal. Rápido, el atacante, se abalanza sobre él y lo aferra de las solapas al humillado para ponerlo, como hace un rato, frente a su cara, observando con diversión la marca de los anillos en la piel hundida.
- ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Cómo pudiste, cómo me confié en un inepto como vos!
- Yo no hice nada, ustedes están todos locos. Mateme si tiene huevos, suelteme, saqué su arma y aprete el gatillo.
Ante este desafío Altagracia lo empuja contra la silla, camina burlón, en círculos, hacia la puerta, estalla en una estrepitosa carcajada. Del otro lado de la oficina se escuchan pasos de varias personas que se acercan a la puerta para escuchar lo que sucede. A través de los vidrios, entre las varillas de la cortina los ojos espían ansiosos ser llamados para participar de esa disputa.
- ¿Pensás que me voy a manchar las manos con vos? Molinedo, usted fue siempre tan ingenuo. Permitame contarle que sí lo traicionamos y Ferreira está bien. Acabo de hablar con él y el indio ese, con el que usted hablaba está bien muerto.
- ¿Cómo? ¿Cómo se salvó?
- Larga historia, no tengo tanto tiempo. Te felicito por todo lo que develaste inútilmente, todos aquellos que podían llegar a darte una respuesta están bien muertos. Esto es lo que sucede cuando te metés con tu penosa linterna de verdad en penumbras que no te corresponden. ¡Entren!
Al acto, dos policías uniformados irrumpen en la habitación y ante una seña con el índice se dirigen, directo, como ensayado y estudiado, hacia la caja con documentación sobre el caso que horas atrás había dejado Felipe apoyada al costado de la puerta y que Molinedo no se dignó a tocar.
- No van a encontrar nada importante, ahí. Mentiras, ¿me va a robar toda la información y me van a rajar a la fuerza? Van a disfrazar todo esto como hace veintidós años.
- Callate la boca, Molinedo, mentís demasiado. Perdiste. Por favor, señores, revisen el contenido de esa caja. Está demasiado nervioso.
Al caer los primeros papeles al suelo, los dos policías comenzaron a sacar, tomando con la punta de los dedos, bolsas con cocaína. A medida que sacan seis kilos, muestran cada una como si fuese un triunfo ante los ojos alegres y burlones de Altagracia, los incrédulos y derrotados de Francisco y los decepcionados y juzgadores del público restante. Todo está destruido.
- ¡Hijo de puta! ¡Esa caja la trajo el pendejo yo...
- Soy inocente, Molinedo, ya nos contaron muchas veces esa historia, hecha de mentiras, como esta, ¿pero quién? ¿A quién le va a creer, muchachos, la justicia?, ¿a un borracho fracasado o a mí? Ustedes han visto el contenido de esta caja que revela el sucio narcotráfico que llevaba adelante en esta seccional el señor Molinedo. Llévenselo.
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