De vuelta en la habitación, sucios, cansados. El pibe herido, sangrando, piensa Mapuche, otra vez encerrado en el baño donde un celular descansa, inútil, recién usado, en su mano. Oprimido por la reclusión, la no respuesta de Elena, sino de otro hombre que le informó que se encontraba bien pero que no podía atender, que le dijera dónde estaban. Cortó luego de oír esa respuesta. ¿La tendrían atrapada? ¿Los habrían localizado luego de esa llamada que hizo hace media hora? Al policía rubio lo había perdido en el camino con facilidad. Encerrado con un herido, en una trampa fatídica, Mapuche se tira del pelo con tristeza. Descubiertos, si bien no por los que tenían a Elena, por el policía gordo que tendría que haber matado. Se preocupa, nos tiene fichado la cana, ese rubio nos siguió un buen tramo y puede tener una punta. Sale de su introspección hacia el cuarto, con gazas y vendas, para curarlo.
Esteban, con la pierna estirada y vendada, escarlata, rígida, mira, ya sin la insolencia altanera de horas atrás, con culpa, perdón y lástima, frágil. Mapuche, cuando sale del baño, no lo reconoce a primera vista, debe mirarlo con atención para asegurarse de que en esa expresión, que devela el espanto de la consciencia de muerte, sobrevive una pizca de ese muchacho insolente. Observa en el espíritu del joven la angustia de saberse cerca del fin, la resignación ante el absurdo de luchar contra lo inevitable.
- ¿Alguna noticia de Elena?
- Sí y no, la llamé varias veces antes de que cometieses la locura de exponerte tanto y no atendió. Cuando te dormiste, hace media hora, insistí y me atendió un hombre del Big Fish, un tal Ludovic, dijo que Elena estaba bien, pero que no podía atender. La tienen atrapada. Esto se está complicando demasiado. Permitime.
Mapuche se acerca para cambiarle el vendaje de la pierna. En una mesa de luz cercana hay un frasco con un líquido espeso verde, vegetal, del que ha sacado una importante cantidad, con sus gruesos dedos, para calmar el dolor de la pierna baleada. Con cuidado intenta desprender los pedazos de gaza y venda sucias y olorosas. La carne está roja, no se ve del todo mal, juzga Mapuche, mientras deja el frasco y coloca en un poco de algodón el ungüento y comienza a esparcirlo sobre la herida.
- La herida mejora, no hay posibilidad de gangrena, en seis horas te paso por tercera vez y vas a estar como nuevo.
Ring. Ring.
Irrumpe el teléfono de la habitación. Miran hacia la pequeña mesa oscura donde se encuentra el aparato sonando, extrañados. Mapuche se levanta dudoso, desconfiado y toma el tubo para frenar ese ruido insoportable que ha roto la poca tranquilidad que tenía. Se acerca el auricular al oído y pega el micrófono a sus labios. Dentro de sí hay una lucha interna entre el temor y la esperanza en la que quiere mostrarle lo segundo a Esteban que lo observa impaciente. Simula, en fin, la entereza interna y externa de la que carece.
- Hola... Sí... Sí...Bueno... Muchas gracias.
Mapuche cuelga, con cuidado, lento. Esteban mira, ansioso, temeroso.
- ¿Quién era, che?
- No sé, es raro. Alguien del Big Fish para ayudarnos, pero yo no les pedí ni pizca de ayuda- contesta Mapuche acercándose a la puerta que da al pasillo mientras saca de sus cintos una de sus hachas para defenderse.
- ¿Cómo saben que estamos acá?, ¿se los habrá dicho Elena?
- Lo dudo, quizás interceptaron mi llamada. Como sea, busca tu arma.
Mapuche apoya su espalda al costado de la puerta con el hacha en su mano derecha, expectante. Esteban no puede ver desde la cama más que la puerta que protege el indio, pero no a este. El miedo de una nueva amenaza, a él que se sentía intocable, lo paraliza. No comprende la razón de buscar el arma. Nada tiene sentido, aunque vengan a ayudarnos o matarnos, esto va a terminar mal, piensa al mismo tiempo que intenta ordenarle a su mano temblorosa que se estiré en la incómoda posición en que se halla para tomar su salvoconducto.
La tensión es enorme. Se dilata el tiempo, los nervios.
Extrañamente, en lugar de un golpe de llamado, suena un ruido de llave entrando del otro lado, seguido por un portazo inesperado que se estrella, fortísimo, contra el rostro de Mapuche al que Esteban ve volar de espaldas al piso golpeando su cabeza contra el filo del tabique de la pared y caer sin sentido. La cara sangrante del gigante derribado es tapada por una sombra que ingresa a la habitación. Esteban se activa en la búsqueda de su arma pero no la encuentra, putea a Dios y a la Virgen. La había dejado en el piso, debajo de la cama, pero no llega ni a tocar a su Beretta. Puta trampa del destino. Escucha los pasos cercanos, sigilosos, la mano tantea debajo de la cama, en la que está postrado. Por fin, roza el frío acero con la punta de los dedos. Grita "Hijo de puta, quién carajo te creés. Entrá acá y te mato" intentando, ridículo, parecer amenazante.
Sin embargo, la ilusión de amedrentarlo es muy lejana, pues los pasos se acercan. Tiene que ser más rápido, debe poder tomar el arma y dispararle al otro en la frente o el pecho; debe destruir la sombra que se aproxima, a ese rostro blanco y rubio que aparece con un palo y desconoce. Ya todo intento por evitar el ataque carece de sentido. El desconocido está más cerca, su mano no saldrá nunca, ni veloz ni armada, de debajo de la cama, pues el palo revienta su cabeza, dejándolo medio muerto, inconsciente en el mismo lugar en que reposaba. Antes de perder por completo el conocimiento, escucha la voz del que lo noqueó: "Ya son nuestros".
Negro.
