Elena I
Lo desató. Puso una carta cerca de la mano del simulacro de suicida para que la encontrase la policía, identificase a Alberto y fuese a buscar a Raúl, quien había mandado todo al demonio por caprichos de egos, por diferencias marcadas hace tiempo con esa mujer que podría haber sido la madre de Elena -quien no tuvo una real- Marta. Miró por última vez el rostro, muerto, de Alberto. Tuvo un leve sentimiento parecido a la lástima y se rió. En la soledad del cuarto oscuro, sepulcral, borraba los quince años compartidos con el muerto, con ese hombre que el destino, que Raúl quien ya debería de haber sido asesinado por Esteban, destrozó. Este tuvo el poder para seducirlo y conducirlo a la idea de que un trabajo limpio podía solucionar las misiones sin muertes innecesarias. Raúl, falso profeta, pregonaba que la violencia debía reducirse a mínimas expresiones de control sobre la víctima, que se actuaría con brutalidad fatal en casos extremos: para que haya muerte debía de existir una causa justa, o sea, el objetivo debía ser un hijo de puta grande o la oferta, excelente, millonaria.
Elena, rubia, limpia y sensual, con una calza negra y una remera del mismo color, no se preocupó por decorar o transformar en su totalidad la escena del crimen en suicidio. Miró, despectiva, con un cigarrillo en sus labios y planeó. Desató el cuerpo, afuera llovía fuerte, metió en su cartera las sogas que maniataron a Alberto contra la silla ya devuelta a su lugar. Se arrodilló frente al cadáver extendido boca abajo, puso en la mano la pistola con la que "se" había volado los sesos, su amada Excalibur, símbolo de sus viejas venganzas, de su corazón sufrido por el asesinato, cruel e injusto, de sus padres.
Estaba todo listo: la carta, tirada; el arma, sin huellas, en la mano de Alberto. Revisó por última vez la escena y abandonó el departamento de Flores con tranquilidad, burlándose, dejando esa burda teatralización, sin importarle la sospecha policial, pues el anonimato la amparaba. Las investigaciones de sus crímenes acababan siempre en el mismo sitio: la basura, la nada. Elena, no tenía datos en la policía, nunca había puesto sus huellas digitales en ningún documento. Elena, no existía.
Cerró la puerta, sigilosa. Caminó hacia su bello deportivo negro que ostentaba lo que debía, estacionado frente al edificio. En la calle la lluvia caía violenta, pero eso no le impidió llegar al auto. Mojada, la ropa se le pegaba a su trabajada figura. Encendió las luces al girar la llave y apretó el acelerador.
Sintiendo el viento entrar como una caricia por la ventanilla, prendió otro cigarrillo y activó el manos libres para hablar con Big Fish quien controlaba varios grupos de sicarios a nivel internacional. Un hombre poderoso, intocable, y lo peor, en lo concerniente al mundo de los rufianes, argentino. Pocos lo conocían en persona, ella lo había visto una sola vez, disfrazado de policía, jamás olvidaría ese rostro duro, de piel curtida por el sol, rollos en el cuello, pelo cano y porte autoritario. Un grandote nacido para mandar, liderar, dominar. Una voz sucia roncó:
-¿Y?
- Ya está. - contestó Elena con una voz quebrada, débil, que no reconocía.- Está muerto.
- Muy bien, Reina- esa "r" vibrante fastidió a Elena que odiaba parecer una oidora temerosa.- Quiero que vengas para Venado Tuerto... urgente, así terminamos de tapar lo que sacó a flote Raúl y te doy lo que te corresponde.
- Listo, voy, estoy en el coche- contestó Elena intentando recobrar la confianza perdida, pues a esas palabras ambiguas del viejo no podía (ni deseaba) otorgarles significado.
- No te atrases, bonita, que me quiero divertir. Papi se está poniendo viejo. ¿No te incomoda si te mando una escolta para cuidarte y no equivoques el rumbo?
- No hace falta tanta molestia, pero si gusta– respondió, irónica, para no parecer débil, para no ser derrotada. Debía ser siempre la mejor.- Deseo arreglar la bosta esparcida por Raúl lo antes posible, adiós.
Cortó la comunicación sin escuchar el saludo del otro, con asco y odio. Un desafío idiota quizás, pero tenía que marcar su territorio, defenderse sin previo aviso, ¿Dónde estarían Mapuche y Esteban? ¿Habrían liquidado a Raúl? Mejor esperar, no podía llamarlos ahora, los quería escondidos y, seguramente, el Big Fish tenía pinchados todos los teléfonos. La situación era bastante compleja como para seguir arriesgando hombres. Sabía que pararían en un hotel de Once luego de matar a Raúl y, pasado un día de espera, volverían a la oficina para reencontrarse, los tres, y plantear las nuevas reglas del juego.
Ahora estaba sola. Este, sin duda, era un objetivo muy difícil, quizás, el más complejo de toda su carrera. Había tenido, en parte, razón Raúl cuando se quejaba por vender sus servicios al Big Fish a cambio de una buena protección y mejor paga, había sido una locura, una idiotez. Sin embargo, la seducción del dinero y el goce por la muerte pudieron más. Sus ansias perversas de ver hasta dónde llegaría Raúl con su paciencia y su utopía humanista. Recordó que ese cinismo hacía él lo había heredado de Marta, su maestra, a la que el hijo de puta mató cinco años atrás y que ella le dejó vivir gratis. Pero era tarde, imposible, para lamentarse por sus errores de juventud, de esa sangre borboteante, de esa violencia que bañaba sus deseos más íntimos. Como Fausto había vendido su alma al demonio por juventud eterna, ella lo hizo para disfrutar con mayor protección de la muerte.
Cerró los ojos y se dio cuenta de que estaba un poco asustada. De chica había sido entrenada para superar con frialdad cada obstáculo, no temer a nada, solo matar y odiar. Mas, por primera vez, se sentía insegura, lo que la incomodaba bastante. Observó los espejos retrovisores nerviosos, no la seguían... por el momento.
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