Julio I

1 0 0
                                    



Que espectáculo sangriento. El indio clava sus hachas, profundas, las saca del cuerpo de Elena atada mientras intento romper la puta manija que cede, poco a poco, para llegar al arma y terminar con esto. Ahora toma la botella de alcohol otra vez y, como hace unos minutos, la vierte sobre la sangre fresca donde hierve. Elena da otro alarido. La veo sufrir. Es terrible, saca un soplete pequeño para cerrar las heridas y continuar ese juego macabro y sádico. Lo enciende y sopla sobre la carne bañada en alcohol que comienza a ahumarse. El indio está estirando la agonía para gozar. Esto no lo hace por primera vez, lo leí en los documentos encontrados en el departamento del segundo de los muertos de esta historia. Esos Costas y Reyes, los que fueron enviados a matar a su familia fueron atrapados por él y Alberto. Los obligó, atados con alambre de púa a un gran tronco, a que revelasen cómo habían actuado frente a los suyos, cómo los mataron, para alimentar su odio, su sed de venganza. Cuando terminaron, entre suplicas de piedad y llanto, les cortó los dedos de las manos, luego la mano, luego el codo, luego el brazo, quemando, cortando, quemando, cortando, quemando. Como ahora. Hasta que sintió que la justicia actuaba perfecta, no paró. No sé cuánto pueda aguantar Elena, si no me suelto no tendrá salvación, me interesa que este viva, al fin y al cabo, es mi hermana.


SicariosWhere stories live. Discover now