Mañana después de la tormenta, en un mugriento hotel de Once, sofocante, húmedo y pesado enero, en habitación matrimonial, las siete y diez, están, ellos, los asesinos restantes: Mapuche y Esteban. Mapuche se encuentra encerrado en el baño, llorando en silencio. su cuerpo musculoso y monumental contorsionado, una máquina de matar morena disfrazada con camisa, pantalón de vestir y zapatos. Emite suaves sollozos en el inodoro. Siente culpa y dolor por las muertes de la noche. No las comprende el porqué. No durmió desde entonces, no ha pegado un ojo y Elena no responde, pero tiene la certeza de que ejecutó a Alberto, ella nunca perdona. Esteban mira una tele Hitachi que cuelga del techo acostado en la cama sobre sábanas claras a causa de los mil y un lavados que han tenido. Rubio, provocativo y distante, chupa un caramelo con lentitud y tranquilidad, a pesar de haber asesinado de frente, a traición, con un disparo a Raúl, el mentor de su mentor.
Mapuche se angustia, no comprende, duda si todo ha salido a la perfección como pensaba horas atrás. Se pregunta por qué tuvo que morir su gran amigo Alberto. No entiende, siente que el mundo está loco, equivocado. No puede creer que hace horas haya visto como Esteban liquidaba a quien lo incorporó a la agencia en 1991, quien lo ayudó a vengar la masacre de su familia. Mapuche le debía una nueva filosofía de vida y de amistad, pero, según Elena, pronto los iba a traicionar, había que actuar antes. Aceptó las órdenes de su jefa por lealtad. Lealtad a quien le envió a Alberto, primero, para recuperar las tierras de su familia y comunidad; luego, para sumarlo a su grupo dándole un trabajo en el cual podía desarrollar sus habilidades dentro del campo de batalla para el que había sido destinado. Por eso no rechazó la orden, se lo debía, hubo que asesinarlos. Elena se encargó de Alberto en soledad y por pedido de él reveló en la carta suicida su venganza contra los militares ya que su amigo hubiese querido que eso se supiese antes de morir, recuerda que alguna vez se lo había planteado mientras tomaban un café en la "Agencia". Todo era una locura, sin embargo debía aceptarlo, pues la traición no se podía perdonar.
El sonido monótono de la tele impera en el recinto, a Mapuche le resulta imposible organizar sus ideas, no ir del presente al pasado sin cuidado, qué sentido tiene aferrarse al orden, perderse en el uso del tiempo cuando es tan malo.
- Mapuche, la puta madre, me aburro en este lugar de mierda.
El indio no responde, apenado, oscuro, retuerce una toalla entre sus manos como si fuese el cogote de una gallina, mira el arma apoyada en el lavabo.
- Dale, no seas jodido. Si Elena no llama y no nos podemos comunicar no hace falta que vivamos como cautivos.
Mapuche, cierra los ojos, suspira, los abre y sale del baño para observar a Esteban que se levanta para irse, cansado y aburrido, hacia la calle, vestido informal, con el mango del revólver sobresaliendo del cinto.
- Esteban, es una locura que salgas, lo que ocurrió no es moco de pavo. Tenemos órdenes expresas de que si Elena no responde, ni llama, esperemos un día para salir para la "Agencia".
- Dale, Mapu, no te pongas denso. Salgo un poco, estoy re podrido de este encierro. Además, necesito buscar una minita después de tanto tiempo teniendo que bancarme estar con Alberto por el plan de Elena.
Mapuche calla, acepta lo vulgar del joven que fue contratado hace un año por Elena para vigilar más de cerca a Alberto del que ya desconfiaba y supo agarrarlo de su lado débil: los jóvenes indefensos con sed de venganza como había sido él. Se resigna a que el otro abra la puerta desafiante y se vaya. Se muerde los labios con furia, con gran impotencia como aquella vez en que unos sicarios -como él ahora- mataron a su familia, torturándola, prendiéndola fuego, degollándola; sacándole todo, la vida, para que después pueda venderle el alma a Elena para calmar esa sed de sangre y venganza inagotable que ahora está dormida a causa de la pena.
Siente la puerta cerrarse. Suspira, resignado, tanteando las hachas, las armas favoritas, su fetiche aborigen, su recuerdo, sus raíces. Luego, justa su moderna pistola, la que estaba en el baño, en la funda que esconde en el interior del saco. Está preparado para salir y enfrentarse al sol que comienza a calentar y a evaporar la lluvia de anoche. Siente la humedad en los huesos. Lo mejor es no perder de vista al muchacho. Lo de ayer debe de haber tenido repercusiones policiales. Sabe que Raúl andaba en asuntos raros, lo había descubierto con un policía gordo, sospechoso, en un cabaret y Elena tampoco confiaba demasiado en Esteban, lo envidiaba por el deseo que Alberto sentía por él. Además ella quería que lo de Raúl se sepa para condicionar el actuar del Big Fish ante tanta exposición.
Afuera, pisando la acera mojada, piensa en la imagen de Alberto asesinado por Elena y lo ve como un imposible. Recuerda que, alguna vez, formaron un equipo ideal, una pareja que hasta compartió alguna cama. Pero esos ya eran tiempos remotos. Aunque no se figure ese balazo, lo sabe producido. Le molesta no tener noticias de ella, cree que lo mejor sería no perder al único del grupo que tiene cerca, si es que no lo entregaron. Aunque de dudosa confianza, es el único para seguir adelante. Lo cuidaré, se promete, aunque arriesgue la vida.
