Elena apretó a fondo, con bronca e impotencia, el acelerador en la oscura ruta. Se apresuraba por escapar, por llegar y salir de esa espantosa presión que le imponían los Mercedes negros que la escoltaban como a un carro fúnebre. Hace un rato que la escena de persecución se había tornado en un asfixiante apriete: uno, por delante; dos, por detrás. La incomodidad le ganaba, le corroía la poca paz alcanzada luego de matar a Alberto. Nada se había solucionado con eso. No podía dejar de repasar su vida, su génesis, su universo, aquél que era suyo, solo suyo, y de nadie más.
Cerró los ojos un segundo, mantuvo la mano derecha firme, fija, sobre el volante para mandar la otra hacia sus labios que apretaban un cigarrillo que hacía rato los nervios habían prendido rememorando su historia.
Regresó a su recuerdo, mientras, detrás y delante de su deportivo, los otros, burlones, provocativos, odiosos, hacían parpadear sus luces como señas, juegos, chistes en la ruta mojada hacia Santa Fe. Ella con doce años, con su primera arma, su mejor amiga, su bella pistola con silenciador cometerían su primer crimen. En aquel tiempo, debió ejecutar su primera misión: matar a quien molestaba al padre, al jefe, para provocar un cambio sideral en su vida. Así se iniciaría en el trabajo que revolucionaría todo, la curtiría y le moldearía una conciencia fría y odiosa que necesitaría para ser la asesina que era.
Para eso tuvo que ir a lo que consideraba el mugriento barrio de Belgrano, mugriento de gente de guita, no de basura como el sur, La Boca en donde apestaba a suciedad y a bosta. En su cabeza, explotaban y se organizaban, en breves parpadeos, los planos del lugar estudiados día y noche con gran concentración. Conocía de antemano cada espacio por el cual debía moverse, reptar, para encontrarse con guardias que esperaban asustados, alarmados, atentos, un ataque directo, un asesinato que destronaría a su rey. La partida de ajedrez estaba trazada y grabada en su mente, sólo había que ejecutar un bien los movimientos y empezar a jugar.
Ella con sus doce años, con sus manos aferradas a la pistola con ansias había descubierto lo excitante de trabajar y matar por dinero e intereses ajenos. Esa sed se había creado en su corazón, nunca tierno y necesitaba saciarla con muertes. Lo que le indicó su jefe, su padre, fueron diez pasos a seguir. Debía ser como el peón que cauteloso avanza sus casilleros de uno para alcanzar la anhelada coronación. Sus lentos pasos por el edificio, en el que había entrado burlando al portero, escondida en su disfraz de inocente colegiala provocativa: mochila, arma escondida, minifalda escocesa azul y verde, remera de tela, con escudo, que le marcaba sus pequeños senos. Una niña sensual e inocente ingresaba en las escaleras de emergencia como había sido indicado para evitar menor cantidad de guardias que se hallaban dentro del edificio y también para arribar más rápido al cuarto piso y así matar al otro.
Las escaleras, al pisarlas, creyó reconocerlas, pero su padre le había dicho que jamás había ido allí. Pero ella tenía una buena capacidad para recordar espacios desde sus seis años y le parecían esos peldaños haberlos pisado por aquella época. Su memoria no solía traicionarla, pero se convenció de que una salida de emergencia como aquella podía existir en mil departamentos de la Ciudad de Buenos Aires. Aferró y apretó el arma, contra su pecho como una plegaria al ver al primer guardia solitario que no la había percibido mientras usaba su celular totalmente abstraído en él. Guardó la pistola en la mochila pues no sobraban balas y debía aprovechar la estupidez de ese hombre que tendría que haber estado atento vigilando. Sacó una pequeña daga con la punta bañada en veneno, un líquido letal de efecto inmediato que no daba posibilidad de respuesta traído de la selva chaqueña. Calculó los pasos del hombre y arrojó el proyectil.
El lanzamiento fue certero. Se clavó, limpio, en el cuello del gigante, que dejando caer el celular al piso y tocándose el lugar en donde había sido hecha la punción sin comprender, sintió un temblor en el cuerpo y comenzó a desplomarse, pero antes de llegar al piso Elena tuvo tiempo de sostenerlo para evitar el espantoso ruido delator del cuerpo musculoso al chocar contra el piso. Entonces, arrastrando el cadáver a un pequeño cuarto de basura, cumplió con el cuarto punto: "escondé a la víctima". El primer crimen humano fue encerrado y siguió su ascenso.
