- Capitulo 23
Solté la libreta como si de pronto estuviera llena de espinas, dejando que se estampara en el piso de madera. ¿Roberto?, ¿Carlos Roberto? ¡Eso era lo que me quería decir Kendall anoche! ¡Lo que quería contarme hoy! ¡Estaba delante de mi todo este tiempo! Salí corriendo, justo como lo había estado deseando todo el día. Nadie notó mi escena, ni que corrí quizá casi ciento y tantos metros en dirección opuesta a donde se habían ido Kendall y Lola.
Ahora todo encajaba a la perfección, era como si las piezas de un rompecabezas estuvieran desordenadas y hubieran sido unidas. Mi cabeza empezó a obtener respuestas de preguntas que ni siquiera había formulado. Me había estado preparando para esto, desde dos meses antes de conocerlo a él en persona, ya me había enamorado del tipo de mis sueños y no lo quería aceptar, ya me había enamorado de Carlos incluso antes de conocerlo, por que sencillamente, el era Carlos. Desde que la casa de enfrente se deshabitó empecé a soñar con Carlos, dos meses después ellos vinieron, y cuando lo conocí, desapareció de mis sueños, ya no era cosa de mi inconciente, ya era una realidad.
Las lágrimas salieron disparadas de mis ojos al darme cuenta de otra cosa, en aquel rompecabezas que ya se había formado, faltaba un pieza, justo en el centro, la principal… Carlos. Era todo más confuso que antes a pesar de que la mayoría de mis preguntas habían sido respondidas; Carlos se diferenciaba mucho de Roberto en una sola cosa. En la que más me dolía y la que más me importaba. Carlos no me quería ni siquiera como una amiga, mientras que Roberto parecía adorarme completamente. Las lágrimas se atropellaban unas con otras sobre mi mejilla, incluso al salir de mis ojos. Miré al cielo nublado, con los ojos rojos e hinchados de llorar, con las mejillas empapadas por mi propio llanto. No podía reclamarle a Dios una cosa de la que Él no ha sido culpable, sin embargo, si podía rogarle que me ayudara. Me sentí mareada de pronto, como si hubiera estado dando miles de vueltas en una silla de oficina. Bajé la cabeza y miré de nuevo en una dirección al frente para eliminar el mareo. Empecé a caminar de nuevo, con las piernas temblorosas, con el paso receloso, torpe. No tenía noción del tiempo, sin embargo el cielo me decía que anochecía y me gritaba que una tormenta se avecinaba; pero no me inmuté en lo más mínimo. Seguí caminando, sabía que me había perdido y sólo la maleza espesa de aquel bosque me vigilaba; sabía también que estaba muy lejos de donde debería estar, pero todo el bosque me parecía igual de verde que desde al principio, ninguna diferencia; pero a decir verdad, mis sentidos habían renunciado a trabajar, así que cualquier desigualdad que hubiera no la notaba.
Oscurecía cada vez más, ni siquiera me preguntaba si me estaban buscando; seguro lo estaban haciendo, pero a una gran parte de mí ya no le importaba. Recorría metros de maleza adentrándome más en el oscuro bosque como si quisiera escapar de aquel sentimiento abrumador que llevaba dentro, pero ése era le problema: lo llevaba dentro y lamentablemente, no podía escapar.
La llovizna empezó a caer, pero ni siquiera me importó, caminaba como espíritu ambulante entre los árboles, empecé a sentir frío, cansancio, y un dolor en la parte inferior de mi pie derecho. Me dolía. Había corrido tanto y tan descaradamente sin considerar el hecho de que mi tobillo apenas había sanado de su hinchazón, una noche había sido suficiente para que curara, y un día para que volviera a doler. Me dejé caer rendida; ante el dolor, el frío, el agotamiento, y el absurdo sentimiento que me embargaba.
De pronto, oí que me llamaban. Alguien gritaba mi nombre. Una voz tan angelical y melodiosa como la de mis sueños. Una voz con un sonido tan agradable a pesar de que la maleza luchaba por sofocarla entre la humedad. Era mi nombre, y Carlos quien me llamaba. Mi corazón pareció vivo de nuevo. Me giré para mirar sobre mi hombro, temblando allí en la tierra húmeda. Y entonces lo vi. Cerré los ojos de nuevo, agobiada ante la fatiga; había estado caminando por horas sin un rumbo fijo y con el estómago vacío desde las diez de la mañana. Simplemente perdí la conciencia antes de que él llegara hasta mí.
La lluvia caía sobre alguna parte de mi cuerpo, aun sentía frío y debilidad suficiente como para no pronunciar palabra. Lo único que pude hacer fue abrir sólo un poco los ojos, Carlos me cargaba de nuevo como un bebé y escondía él mismo mi rostro contra su duro pecho para evitar que la lluvia me golpeara la cara. Iba caminando a prisa, veloz, con urgencia, conmigo en brazos…
Me sentí cálida, con menos frío. Comencé a abrir los ojos lentamente. ¿Dónde estaba? ¿Ya en mi cabaña? No, sin duda era una cabaña, pero no lo mía. Esta era más pequeña y desolada, y el frío se introducía liviano entre las uniones de las ventanas, aunque estuviesen cerradas. Me encontraba recostada en una cama, un poco descuidada pero era confortable. Poco a poco comencé a recobrar cada uno de los sentidos, pero aun estaba confundida. Miré hacía una de las ventanas, y vi a Carlos mirar a través de ella la lluvia que caía y golpeaba en el vidrio. Se veía tan perfecto allí, parado mirando las gotas de lluvia caer que creí que era una ilusión, una jugarreta de mi volátil mente; parpadeé un par de veces para asegurarme. Sin embargo era real, y estaba allí. Aunque no sabía ni cómo ni porqué.
Cerré los ojos una vez más, aun cansada y segundos después oí como los pasos de Carlos se dirigían hasta mí. Sentí cómo se acomodó en la cama, sentado justo a mi lado; la cálida piel de sus dedos me acariciaba la mejilla mientras mi corazón palpitaba desbocado. Quitó con gran sutileza un mechón de cabello que se encontraba desparpajado sobre mi rostro.
-¿Te confieso algo?-susurró con un matiz de candidez por no saber que me encontraba despierta.