D A R S H A N

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      Había aprovechado todo su tiempo libre contemplando a Sienna Stark desde el otro lado del jardín. Moviéndose entre la sombra de los árboles, Darshan fingía caminar rumbo a la Fortaleza Roja para su turno como escolta del rey.

      La muchacha estaba cubierta por un liviano vestido de seda color vino, que caía sobre el pasto verde, besando con delicadeza las patas de la silla. La tela le cubría los hombros, pero sus blancos brazos desnudos descendían gráciles sobre la mesa en la que escribía. Su cabello rojo cobrizo caía tras su espalda mientras el viento la acariciaba, reconfortándola del calor que el sol del mediodía abrigaba sobre Desembarco del Rey.

      Lady Sienna se había convertido en todo lo bello que Darshan había visto algún día, y no sabía cómo llamar a eso que sentía por ella. No quería creer que fuera simple pasión carnal por su hermosura, o encaprichamiento por algo que jamás podría alcanzar. No quería pensar en nada que su razón le impidiera dejar de mirar a la joven Stark y a sus dulces modales norteños, aferrada siempre a sus libros y a las estanterías polvorientas de la biblioteca del gran maestre, adonde Darshan la seguía también.

      Darshan nunca había tenido un libro en sus manos que leyera de forma voluntaria, porque todo cuanto sabía él era sobre espadas, combates e historias de guerra que prefería escuchar por la boca de quienes la recitaban como canciones de un pasado perdido en el tiempo.

     Pero su dama era todo lo contrario a lo bestia que él podía ser. Lady Sienna leía, leía y leía, y cuando no estaba con la nariz enterrada en las hojas, se la pasaba conversando con hombres y mujeres letrados, todos viejos, aburridos y arrugados, tan a gusto que Darshan se lamentaba de no haber sido más anciano o más inteligente para que ella se hubiera fijado en su presencia.

      La Guardia Real era su familia y había hecho un juramento sagrado ante el Señor de la Luz de no tomar esposa, e iba a mantener su promesa, aún si ella lo reconocía algún día y le correspondía su amor, porque los años que los separaban eran demasiados y Darshan jamás deshonraría, de ninguna forma, a Sienna Stark a una humillación pública así. Él había cumplido su vigésimo octavo día del nombre y la joven Stark su décimo noveno, dos días antes de que el rey la aceptase en su consejo privado como maestra de leyes, luego de que abogase en favor del perjuro de Bracken ante el Gran Tribunal en que el rey mismo había actuado de juez.

      Desde entonces, el nombre de los Stark ocupaba un impuesto importante en la corte y con diecinueve días del nombre, la hija mayor de lord Nicholas, de Fuerte Terror, se había convertido en una de las damas más importantes de los Siete Reinos.

      Y allí estaba, en su mesa de lectura en los patios de la biblioteca del Gran Maestre Algie, con una pila de libros a cada punta de la mesa y con cuatro torres de pergaminos escritos con la delgada letra curva con la que escribía y que Darshan había visto solo una vez cuando por accidente, el pequeño príncipe al que custodiaba se había encontrado con ella en la escalera de golpe, haciendo caer su carpeta de cuero y dejando una alfombra de papeles sobre los peldaños.

      El Guardia ajustó los broches de su capa blanca, miró a Sienna Stark una última vez y se encaminó hacia el Salón del Trono, de su medio hermano, el rey, para cambiar de turno con el huraño de Tully, que se la pasaba malhumorado a causa del dolor incesante de una lesión en el pie que casi lo dejó cojo. Por eso no quería demorarse ni un minuto en relevarlo, porque así y todo, Aemenis Tully se quejaba menos de lo que debía y cumplía con su deber tal y como el lema de su Casa decía con orgullo.

      Rodeó el bosque de dioses y cruzó hacia los barracones de los guardias dorados, en donde el Joven Halcón acarreaba sobre el hombro izquierdo una decena de lanzas de hierro comunes, envueltas en una alfombrilla marrón con la que lo abrazaba. El mediodía le perlaba la frente de sudor y bajo la armadura, el cuerpo lo amenazaba con humedecerlo, pero llevaba a mano un pañuelo simple de tela blanca, con el que se secaba y que ajustaba con discreción en el cinto de la espada.

PONIENTE I : Hielo y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora