R O U X

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              Invernalia le parecía una fortaleza terrorífica. Nunca había podido conciliar el sueño en Invernalia. Las murallas no lo dejaban dormir, el suelo lo hacía sentir pesado, el techo de piedra parecía caer sobre él y la oscuridad de los pasillos hacía que los latidos de su corazón se disparasen, se le secara la boca y sudara.

               Roux era un Stark, pero Invernalia nunca había sido su hogar.

               De bebé, Roux no había sido como Anton, ni mucho menos como Lorianne. De bebé, Roux no había llorado, excepto cuando su madre, Lady Jeri, su padre, o sus abuelos estaban cerca, o eso le habían contado. Pero incluso frente a ellos, el llanto de Roux había sido escaso. Su madre decía que de bebé y todavía cuando comenzó a crecer y pudo andar por el castillo a su antojo, únicamente se quedaba en silencio y miraba; miraba las paredes, miraba el suelo y miraba el techo, en silencio, como si escuchara fantasmas caminando por Invernalia.

            Él lo recordaba, recordaba el miedo atravesado en su garganta, el frío en la nuca, los bellos erizados de los brazos, y las voces. Aunque hacía años que no había vuelto a oír voces en Invernalia. Roux Stark ya no vivía en Invernalia, pero cuando la visitaba, aguardaba por esas voces que habían desaparecido hacía tiempo, desde antes que heredara Anteinvierno, sin que supiera por qué. Pero recordaba lo que decían y aún podía sentir las energías oscuras del castillo en su cuerpo.

             Su habitación de niño lo ocupaba ahora el pequeño Szilard y el pupilo de su hermano, Janson Hielo, el hijo menor del Señor de Costa Helada. Roux nunca había oído a Anton quejarse porque su hijo sufriera perturbaciones en ese cuarto, pero igual que él nunca había contado sus experiencias, era posible que el pequeño tampoco lo hiciera. De cualquier modo, Roux Stark no iba a asustar al niño preguntándole por fantasmas y susurros.

           Le habían preparado una habitación con ventanas en dirección al bosque de dioses. Roux las había dejado todas abiertas, sin que la importase el frío ni que el vapor de su boca al respirar se congelase en el aire. Había dejado de nevar, pero la temperatura había descendido para hacer endurecer la nieve. Desde su cama podía ver las ramas nevadas del arciano, con su rostro tallado en el tronco que nunca había podido mirar a los ojos. Los arboles no debían de tener ojos ni ser tan altos como el cielo. No había ningún arciano en el Norte que se comparara con la soberbia del arciano en Invernalia.

             Ya era la hora del lobo, el transcurso de la noche al alba. Aquello lo sabía por la posición de las estrellas, pero también porque había aprendido a contar cuánto duraba la noche, aun si se quedaba dormido, como si su cuerpo necesitase saberlo en caso de peligro. Se había pasado la noche quieto bajo las sábanas, despierto, sintiendo a Invernalia en las venas y pensando en lo que Albaric Snowstark les había contado en la reunión del Gran Salón.

            Cuando la carta, firmada y sellada por el Señor de Invernalia, su padre, había llegado a su castillo, supo que las alas negras del cuervo llevaban consigo también palabras negras. El joven maestre había corrido, como tenía por costumbre, con sus pasitos cortos y asustadizos a entregarle el mensaje que compartió con él antes de pedirle que el maestre de armas reuniera a treinta de sus mejores hombres con caballos y provisiones.

             La carta de su padre estaba escrita en alarmante tono misterioso. Sus palabras revelaban docenas de cosas que Roux no comprendía, pero que había tomado como ciertas apenas las hubo leído. Lobos huargos en el Bosque Encantado, krakens en Costa Helada y nieve en la Eterna Primavera; nieve durante un mes, nieve enterrando las casas, nieve matando de frío a los animales, nieve acabando con las cosechas. Nieve que levantaba a los animales muertos del suelo, a hombres muertos de sus tumbas, con los ojos azules como el mar, que les recordaba a la leyenda de los Caminantes Blancos.

PONIENTE I : Hielo y FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora