LOS PERROS DEL CAMPO

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Llegaron las vacaciones de invierno, y sin que me diera cuenta llegó el día de los enamorados o San Valentín, fecha en la que recibí el mejor regalo de mi vida: El primer beso de Kenia en los labios, luego de que le entregara mi presente. Nuestras familias se reunieron al mes siguiente en mi cumpleaños e hicieron una parrillada; en la cual tuve dos motivos para celebrar, mi onomástico y haber cumplido el primer mes como enamorado oficial de Kenia. Luego vinieron unos días de separación: Mi madre organizó un viaje al campo en donde se celebraría el regreso de un primo que había migrado ilegalmente cuatro años atrás a Estados Unidos.

Era una larga travesía en carro que duró dos horas y media, pero lo que realmente me hacía enfurecer era, que para llegar a nuestro destino, se necesitaba dejar el auto en un garaje que mi madre mandó a construir a un costado de la vía, y caminar durante diez minutos por un empinado sendero, cargando en hombros y espaldas las pesadas maletas. Para colmo, las recientes lluvias habían convertido todos los lares en un lodazal lleno de cacao y plátanos, lo que provocó que me resbalara cuatro veces antes de llegar a la casa de mi tía: Una construcción de madera de dos pisos, en el inferior se encontraba la cocina y el comedor, en el superior un gran cuarto con cuatro camas y un enorme armario, en el lado derecho un pequeño riachuelo y una manguera que reemplazaba a la ducha. Más arriba en el terreno estaban las chancheras y al lado de las mismas un retrete rodeado de cuatro paredes de ladrillos y finalmente una edificación en donde se criaban los cuyes.

La propietaria, una cincuentona regordeta de amplia sonrisa; junto a su marido un cuarentón de contextura delgada, piel negra y cabello canoso; salieron a recibirnos. Todos los integrantes de la familia de mi madre habían llegado, cincuenta personas en total, de diferentes rasgos y etnias, cada uno con sus características peculiares, pero sería en vano realizar una prosopografía de cada uno de ellos, y más que todo sería tedioso.

Me dirigí al segundo piso para cambiarme de ropa, dejé la pesada maleta al lado del enorme armario de madera, y por vez primera, como si hubiera entrado en un trance, mi atención se vio fijada solamente en los dibujos que se habían tallado en la parte superior del mueble: al inicio parecían dos parejas abrazándose y besándose, pero conforme más tiempo los observaba, las figuras se hacían macabras e incluso me daba la impresión de que cobraban vida. Ya no se abrazaban, ahora las figuras femeninas eran retenidas por las figuras masculinas, y ya no se besaban, ahora las figuras masculinas mordían los cuellos de sus parejas y...

-¡mierda!-; grité inconscientemente

Después de todo, apreciar como del cuello de aquellas figuras talladas emanaba hilos de sangre que se extendían a lo largo de sus puertas hasta la punta de mis pies y sentir la frialdad de aquel líquido viscoso, es una sensación tan escalofriante que más que nada fue impulsivo gritar esa palabra. La puerta de madera se cerró con tal fuerza que me hizo sobresaltar. Estaba paralizado, los nervios se habían apoderado de mí e incluso me aterroricé al contemplar como aquellas figuras me observaron con unos brillantes ojos rojos; pero para suerte mía mi madre llegó en ese momento y golpeó la puerta tan fuerte que el trance en el que me encontraba inmerso, se esfumó, todo volvió a la normalidad o al menos a lo que pudiera llamar normal, la sangre en el piso a mis pies desapareció:

-¿Qué pasa, ocurre algo malo hijo?

-No, no pasa nada mamá-; mentí con la voz más tranquila que pude fingir

Al bajar nuevamente y observar a mis padres me sorprendió ver el cambio tan extremo que tenían, ambos se habían cambiado en una casa a veinte metros más debajo de aquel sendero, que pertenecía a sus compadres, se los veía tan humildes, esa personalidad altanera y con aire de superioridad se habría quedado en la ciudad. Mi padre con una guayabera y un jean, zapatos de lona y sombrero de paja toquilla. Mi madre con una blusa blanca y una falda, su cabello solamente era sostenido con unos lazos, que le daban un aspecto infantil. Estaba toda la familia sentada en una enorme mesa formada de siete mesas pequeñas de plástico; cada uno tenía enfrente un plato con caldo de gallina y papas con cuy asado, ah, y para tomar, un vaso de gaseosa. Todos esperaban en silencio, completamente callados e inmóviles. En medio de donde se encontraban sentados mis padres, un asiento vacío que lo ocupé inmediatamente; cuando lo hice todos entrelazamos nuestras manos y cerramos los ojos para iniciar con la oración de agradecimiento a Dios por nuestro alimento...

LA OUIJA DE PAPELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora