Rayo Verde

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-¿Te acuerdas? Aquí fue donde nos enamoramos, donde dimos esos eternos paseos mientras hablábamos y se nos hacía de noche. Donde nos dimos el primer beso, el primer te quiero. Donde me propusiste matrimonio y yo te dije un rotundo ¡Sí!

Dijo una hermosa mujer, de pelo largo moreno, ojos castaños rasgados y piel aterciopelada, a su acompañante, un joven muchacho de no más de veinte años, que la miraba con una sonrisa cándida, prendida de amor.

-Sí, claro que me acuerdo -respondió él.

Los dos enamorados estaban sentados en un banco de la orilla de un recóndito paseo marítimo que dejaba ver la lejanía del horizonte, el sol se estaba poniendo en un cielo que estaba impoluto como una patena, la temperatura era ideal, corría una suave y agradecida brisa que traía por compañía suaves y agradables olores de mar.

La zona estaba despejada, no había nadie alrededor, y junto con el chapoteo de algún que otro pez, se oía a lo lejos a las gaviotas graznar. Los sonidos metálicos de los barcos de vela, que estaban amarrados a poca distancia de la costa, se hacían escuchar como suaves campanadas.

-Mi vida, mi amor... Siempre estaré contigo -confesó la mujer.

El chico se mantuvo en silencio. Su mano se fue deslizando poco a poco en busca de compañía, sus ojos brillaban con una luz interior que iba agrandándose según su mano se acercaba a su destino, su respiración se agitaba, su corazón palpitaba cada vez con más fuerza.

Cuando finalmente la mano de él y la de ella se juntaron, sus ojos centellearon como autenticas estrellas y su cuerpo se convulsionó.

-No me dejes mi vida... No soy nadie sin ti...

El sol terminó de ponerse y un rayo de color verde intenso recorrió todo el horizonte.

-Tengo que irme, lo sabes. Mi amor por ti es eterno, nunca te olvidaré. -susurró la mujer mientras agarraba fuertemente la mano del chico, antes de desaparecer.

-Yo tampoco te olvidaré... -masculló el joven mientras su rostro era surcado por gotas saladas y su mano se quedaba vacía.

El joven se quedó solo, mirando como el horizonte se iba oscureciendo poco a poco. Mientras tanto, la luna hacía su aparición y la temperatura descendía, los pelos del joven se fueron poniendo de punta. Sollozando, cerró los ojos y se dejó dormir desconsolado.

-¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Despierta! ¡Nos tenemos que ir!

Un señor mayor, de unos noventa años despertó, miró al horizonte y justo un rayo verde lo atravesó. Sonrió y se entristeció al mismo tiempo.

-¡Abuelo! ¿Has visto ese rayo? ¡Qué guapo!

El abuelo se levantó y fue hacia el coche de su hija, una joven de cierto parecido a la mujer morena de ojos rasgados.

-¡Papa! ¡Nos vamos! ¡Está oscureciendo y se nos hace tarde! ¡No sé por qué te empeñas en venir siempre a este sitio! -gritó ella desde la puerta del piloto del coche.

El abuelo no pudo más que susurrar al viento:

-Vengo por ella, sólo por ella...

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