Suerte

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¡Ring! ¡Ring!

—¡Joder con el despertador!

—¡Zas! —El despertador termina estampado en la pared de la habitación.

El chico abre los ojos y se da cuenta que no ve, intenta buscar la luz del cuarto que está cerrado a cal y canto. Tantea con la mano en su mesilla de noche y tira el vaso de agua que tenía encima, por si durante la noche le daba sed. El elemento líquido se desparrama por todo el suelo.

—¡Mierda!

Se levanta de la cama y al poner un pie en el suelo se clava una pieza de «Lego» que estaba usando para su proyecto de arquitectura.

—¡Cago en Ros! —grita él a pleno pulmón.

Se incorpora raudo a tocar con las manos el pie dolorido, sin darse cuenta termina a la pata coja. Un bote, dos botes y el agua derramada hace su aparición, provocando un buen resbalón.

—¡Kabum!

—¡Aaaarghhh!

El chico, abatido, se queda en el suelo mirando al techo. El agua le comienza a empapar el pijama y el calzoncillo.

Apoya la mano izquierda en el suelo para levantarse, con tan mal tino que vuelve a clavarse la pieza de construcción.

—¡Coño!

Girándose hacia el otro lado, logra por fin incorporarse. Mira a su derredor y no ve más que caos. Su desesperación comienza a florecer.

Se pone sus sandalias y se encamina a por la fregona, hay que secar el suelo de madera antes de que absorba la excesiva humedad. Corre por la casa para que sus padres no se den cuenta del estado de su habitación.

Gira por el pasillo para bajar las escaleras y con despiste, se tropieza con la barandilla de protección de su hermano pequeño Nicolás.

—¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! —«Pá haberme matáo» piensa él cuando aterriza en el piso inferior, después de haber rodado por todos los escalones.

Está convencido que al día siguiente tendrá el cuerpo lleno de cardenales. Con esfuerzo y dolor, se aúpa y reanuda su camino.

Logra llegar al cuarto de limpieza, lo abre, y todos los palos de escobas, fregonas y recogedores, se le vienen encima.

—¡Mierda! ¡Joder! ¿¡Pero quién coño deja todo tirado!?

Como puede, hace a un lado todo el material de limpieza. Recoge la fregona, el cubo y regresa a su habitación.

Comienza a secar el suelo con tanta rapidez que se olvida del extremo del palo, en un vaivén lo estrella contra su mesa de estudio, el mueble se tambalea y lanza al suelo el proyecto en el que Javier estuvo trabajando hasta altas horas de la madrugada.

El chico, apresurado, intenta cogerlo al vuelo, pero en vez de agarrarlo, lo roza con sus dedos provocando un desafortunado giro a la construcción, que termina boca abajo en el piso.

—¡Nooo!

Del enfado y disgusto, hoy era el día de presentación, da un patadón a la cama, olvidando que su pie, tan solo vestía la sandalia.

—¡Plas!

El chico comienza a enrojecer de rabia, frustración y dolor.

—¡Ñññ! —Le sale una respiración entrecortada y muy agitada, mientras las venas se le hinchan y aumentan de tamaño—. ¡Me cago en todo lo que se menea! ¡Joder! ¡Qué dolor!

Su habitación parece un campo de batalla, entre el agua y los restos de la estructura del proyecto de arquitectura, no sabe que es peor. Se sienta un momento en su cama y contempla la devastación, con los ojos abiertos de par en par, suspira y se pregunta:

—¿¡Pero qué mierda de día es hoy!?

Mira el calendario, y comienza a reírse dolorido: ¡Es martes y trece!

¡Al mal tiempo, buena cara! O eso dicen.— Termina dilucidando con un largo quejido, dejándose caer a la cama rendido.


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Dedicado al trece, puesto que ocupa este relato en «Conmiseración».

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