Un frío y triste día, en un cementerio, estaban enterrando a algún personaje reconocido. La cantidad de gente, bien vestida, acicalada, así lo atestiguaba. Mientras, en otro lado del campo santo, un trabajador metía una urna en un simple nicho. Sin ninguna persona alrededor, nada ni nadie que extrañara al difunto.
En una lápida cercana, una paloma miraba con atención el desarrollo de los acontecimientos. No sabía el motivo, pero estaba triste. No entendía aquella situación, pero la pena llenaba su corazón.
Una familia presidía el acto multitudinario: bisnietos, nietos, hijos. Todos estaban allí reunidos, dando el último adiós al que parecía ser el cabeza de familia.
La paloma, con un nudo en la garganta, alzó el vuelo. Las alas batían hacía un destino incierto. El viento la mecía suavemente, y ella tan solo se dejaba llevar. Sus ojos no cesaban de mirar a un lado y a otro. Todo le parecía borroso.
No podía recordar, solo sentir, y en ese preciso momento no quería hacerlo. La tristeza era la única emoción que llenaba su pequeño cuerpo. La agonía del adiós. El dolor de dejar atrás lo más amado y querido.
«¿Por qué me sucede esto?»
Ensimismada en sus pensamientos, no se dio cuenta de que llegó a su siguiente parada: Un viejo y gran edificio gris, lleno de habitaciones donde la luz permanecía conectada las veinticuatro horas del día. Un sitio desagradable, con mucho movimiento.
La gente no cesaba de salir y entrar. Los coches pululaban alrededor del hospital, buscando donde aparcar. De vez en cuando aparecía una ambulancia, que aparcaba rauda y veloz en su estacionamiento reservado. El paciente descendía del vehículo y lo metían dentro del edificio.
«¿Por qué estaba allí?»
Se asomó por la ventana y una lágrima afloró. La enfermedad se había apoderado del sitio. La debilidad humana se expresaba en su máximo apogeo. Las familias permanecían alrededor de los pacientes, aparentando estar enteros, pero con sus almas destrozadas y resquebrajadas.
Los ancianos, pálidos y amarillentos, esperaban su consabido final. Unos se pasaban el día intentando dar ánimos a sus familiares. Otros tan solo eran capaces de quejarse.
Unos irradiaban felicidad dentro de la enfermedad. El resto dejaba una huella gris y apagada a su alrededor.
«¡Menuda diferencia de unos a otros!», pensó la paloma.
Se oyó un sonido estridente, y una vida se apagó. La paloma no podía aguantar más el dolor de garganta era insufrible. Quería llorar y no podía hacerlo; no delante de esa familia. Levantó sus alas y el viento la empujó.
«El final de una vida es dura, más aun si no se ha vivido con intensidad, si no has sido feliz.»
El viento siguió llevando a la paloma, secando sus lágrimas y aliviando, también, su dolor interno. El sol irradiaba calor. Las nubes, esponjosas, acogían con ternura a la paloma, y un atisbo de esperanza nació en ella.
«¿Qué era esta nueva emoción?»
Llegó a una verdosa pradera. Las familias sonreían y se alegraban de estar juntos disfrutando de ese soleado día. Los abuelos jugaban con sus nietos. En otros lugares del parque, paseaban solitarias otras personas mayores.
«La compañía puede ser tan buena como la soledad.»
Un niño chutó su balón, el atlético abuelo se estiró para pararlo, pero no pudo. La pelota siguió su trayecto directo a la paloma que, para evitar ser golpeada, salió volando del parque.
El sol estaba en su cenit, las sombras casi habían desaparecido, como el dolor del ave. Pero el exceso de calor comenzó a apesadumbrar a la paloma.
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Conmiseración
EspiritualAcompáñame, a través de estos relatos cortos, en la aventura de vivir con sentimientos, de dejar aflorar diferentes emociones, de reflexionar, en definitiva, de sentir. Obra registrada en Safe Creative. Todos los derechos reservados.