Las Trompetas del Juicio Final

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¡Aviso! Es humor escatológico.

Si os soy sincero, a mi el fin del mundo no me interesa. En esta vida llena de casualidades, ocasiones, infortunios, manejada por el destino; lo que tenga que ocurrir, sucederá.

Eso sí, hay un momento en nuestras vidas que si se puede asemejar al apocalipsis, que además ¡A todos nos ha ocurrido! Y que siempre, nos pilla desprevenidos. Todo comienza con las trompetas del cataclismo, un vuelco estomacal que nos deja fuera de lugar.

La última vez que me sucedió algo así fue en un concierto de música clásica en un hermoso palacio. Era una magnifica noche primaveral, estábamos en los jardines, en la intemperie de un cielo estrellado y la «obertura» comenzó con los compases de los violines que inundaban el ambiente, la flauta dulce armonizaba el paisaje y en mitad de todo esplendor artístico, comenzó, junto a la percusión, la apoteosis.

Fue durante el «crescendo» cuando el estómago se reviró anunciando un desenlace fatídico, y lo que era una velada perfecta se torno oscura y llena de urgencia. Los ojos, abiertos de par en par, comenzaron a buscar un cartel, una salida, a esa situación de emergencia.

La música continuaba, los instrumentos de metal comenzaron a sonar y mi cara palideció. Ante tal exaltación musical me incorporé, una lágrima sentimental afloró y, mientras la gente de derredor se asombraba de mi emoción, yo tuve que correr, sin un destino cierto pero con un final muy consabido.

Con un «en pressant» me dirigía sin demora al final inequívoco, la orquesta se preparaba «vitamente» para terminar la primera pieza musical. Y ahí me encontraba yo, en mitad de la situación, sin saber donde sentarme y terminar con la dilación.

Por suerte, hallé el camino y justo cuando la banda musical, con el xilófono, dio el último toque, comenzó mi canción.

¡Eso sí que eran tambores, bombos y timbales! Una sucesión pasmosa de aires, flatulencias y quejidos dieron lugar a un hermoso «Picasso» estampado en la pared, pues, a los muy señores dueños de tal palacio, no se les ocurrió mejor idea que poner un agujero en el suelo, sin posadera ni tazón, donde plantar mi culo y terminar mi salazón.

En tal escena no sabía yo donde refugiarme, el arte abstracto inundaba esa habitación y cual artista pródigo, prefería mantenerme en el más profundo anonimato.

Con el estomago aun dolorido, el arte escultural que había fraguado di por concluido. Sin poder poner solución a tal esperpéntica disposición, puesto que ni papel había, dejé la obra allí mismo finalizada, a la espera de ser hallada por un alma en vela desafortunada.

Y cual espía, me camuflé en la oscuridad, mientras de la residencia salía sin mirar atrás. Me alegraba de haber sobrevivido, a mi particular cataclismo.

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