Capítulo 12

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Capítulo 12

"Bautizada, antes sin la opción de elegir,

Pero esta vez consciente, de la Gracia―

Llamada toda Yo―El Cresciente desciende―

Y llena el Arco todo de la Existencia,

Con una pequeña Diadema.

Mi segundo rango―el primero era insignificante―

Me coronó―con alarde― sobre el pecho del Padre―

Reina casi inconsciente―

Pero esta vez―Preparada―Erguida,

Con poder de elegir, o rechazar,

Yo elijo, sólo una Corona"

Emily Dickinson, poesía 508

―¿Quieres volver a ser Mei Aihara?

Escuché esas palabras como un niño sordo que oye por primera vez el sonido de la voz de su madre. Y por fin pude responder sin miedo.

―Claro que quiero.

Entonces ella, como ya había hecho la primera vez que me había puesto los anillos, besó mis lágrimas delicadamente. Yo, esta vez, no extendí ambas manos y cerré los ojos como aquella vez. Dejé mis ojos abiertos y solo extendí una mano, en la que sabía que me lo iba a poner. De la misma mano de la que me había sacado el anillo de casada hacía pocos días; que bien me sentí al quitarme aquel gran peso representado en algo tan pequeño después de tantos años de vivir una mentira.

Aquel gesto, aquella acción de ponerle un anillo a otra persona que había cambiado de significado tanto durante la historia de la humanidad, ahora significaba algo muy imporante para mí. Hacía siglos este mismo ritual se había llevado a cabo para señalar a las mujeres como propiedad de sus maridos, para que los demás en público supieran que no debían cortejarlas. Pero hoy, en este período de la historia, en esta casa, ese acto se había convertido en un acto de entrega, de igualdad, de promesas, de futuro.

Sentí el frío metálico y lo acepté, pues era, de todos los metales y todos los tactos fríos que había sentido, el mejor.

―No puedo creer que por fin haya llegado este momento... otra vez ―dijo ella con voz y sonrisa temblorosas por la emoción, dirigiendo su mirada de mis manos a mis ojos―. Mei, todo esto es demasiado hermoso para ser real.

―Yo también me siento así ―le contesté―. Pero es real.

Aún sostenía mis dedos, incluso después de haberme colocado el anillo; los sostenía con la delicadeza exquisita, como si mi mano fuera el tereso más valioso de mundo conocido.

―Entonces, eh... Puedo preguntar si esto significa que... ―decía torpemente, de la manera más adorable que era tan propia de ella.

―Quiero estar contigo ―dije, sin poder pronunciar la palabra "casar".

Entonces fue mi turno. Saqué ese anillo de su caja y me dispuse a ponérselo a ella también. Y mientras deslizaba el anillo por su mano notaba como sus dedos temblaban ligeramente, los acaricié. Miré sus ojos, ese verde que me hacía enloquecer por dentro, ese verde que me tranquilizaba más que ninguna otra cosa.

―¿Estás bien? ―le pregunté.

―S-sí! Estoy mejor que nunca, solo que no sé como reaccionar.

Acabé de poner su anillo. Mi mirada se deslizó lentamente desde su dedo hasta ponerse al mismo nivel de la suya. Su cara estaba totalmente sonrojada, y apretaba los labios con una expresión nerviosa con sus ojos abiertos de par en par. Estaba parada totalmente hasta que de repente al cabo de unos segundos de mirarnos simplemente me abrazó, como el abrazo de un niño pequeño al ver a su madre después de muchas horas. Ese abrazo inocente se volvió en algo más, se convirtió en el abrazo de dos personas, dos mitades que se encuentran después de mucho tiempo. Como un abrazo en una estación; como una despedida o como una bienvenida.

Grandes EsperanzasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora